SIMÓN BOLÍVAR
Al tiempo que el Genio de la guerra se coronaba emperador de Francia por mano de un pontífice cautivo, corría la Europa un hijo del Nuevo Mundo, poseído de inquietud indefinible que no le daba punto de reposo.
De ciudad en ciudad, de gente en gente, ni el estudio le distrae, ni los placeres le encadenan, y pasa, y vuelve y se agita como la pitonisa atormentada por un secreto divino.
Est Deus in nobis, exclama el poeta, gimiendo bajo el poder de Apolo, en la desesperación que le causa la tiranía de las Musas.
Dios está en el pecho del poeta, Dios en el del filósofo, Dios en el del santo, Dios en el del héroe, Dios en el de todo hombre que nace al mundo con destino digno de su Creador: belleza, verdad, beatitud son cosas dignas de él; la libertad es también digna de él; él es el libre por excelencia; la libertad es bella, verdadera, santa, y por lo mismo tres veces digna de Dios.
No el Genio impuro del vicio, ni el amable Genio del placer le poseen a ese desconocido, sino un Genio superior a todos, el primero en la jerarquía mundana, el Genio de la libertad encendido en las llamas del cielo. Tiene un dios en el corazón, dios vivo, activo, exigente, y de allí proviene el desasosiego con que lucha, sintiendo cosas que no alcanza, deseando cosas que no sabe.
El dios sin nombre, el dios oculto a quien adoraban en Atenas, le pareció a San Pablo la divinidad más respetable.
La más respetable, sí, pero la más temible, la más insufrible, por cuanto el seno del hombre no ofrece tanto espacio como requiere la grandeza de un dios que se extiende infinitamente por lo desconocido.
De Madrid a París, de París a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a Londres no para el extranjero: ¿qué desea? ¿qué busca?
El dios de su pecho le atormenta, pero él no le conoce todavía, si bien columbra algo de grande en la oscuridad del porvenir, y ve apuntar en el horizonte la luz que ha de ahuyentar la hambrienta sombra que le devora el alma.
No podemos decir que no procurase poner remedio a su inquietud, cuando sabemos por él mismo que en tres semanas echó a mal treinta mil duros en una de esas capitales, como quien quisiese apartar los ojos de sí mismo, dando consigo en un turbión de logros y deleites.
O era más bien que tenía por miserables sus riquezas si no daba como rey, él que había nacido para rehusar las ofertas de cien agradecidos pueblos.
Si la vanidad no es flaco de las naturalezas elevadas, el esplendor les suele influir, en ocasiones: mal de príncipes, si ya la inclinación a lo grande es enfermedad en ningún caso.
Llamábase Bolívar ese americano; el cual sabiendo al fin para lo que había nacido, sintió convertirse en vida inmensa y firme la desesperación que le mataba.
La grande, muda, inerme presa que España había devorado trescientos largos años, echa al fin la primer queja y da una sacudida.
Los patriotas sucumben, el verdugo se declara en ejercicio de su ministerio, y el Pichincha siente los pies bañados con la sangre de los hijos mayores de la patria.
Bien sabían éstos que el fruto de su atrevimiento sería su muerte; no quisieron, sino dar la señal, y dejar prendido el fuego que acabaría por destruir al poderoso tan extremado en la opresión como dueño de llevarla adelante.
¿Qué nombre tiene ese ofrecer la vida sin probabilidad ninguna de salir con el intento?
Sacrificio; y los que se sacrifican son mártires; y los mártires se vuelven santos; y los santos gozan de la veneración del mundo.
Nuestros santos, los santos de la libertad, santos de la patria, si no tienen altares en los templos, los tienen en nuestros corazones, sus nombres están grabados en la frente de nuestras montañas, nuestros fríos respetan la sangre corrida por sus márgenes y huyen de borrar esas manchas sagradas.
Miranda, Madariaga, Roscio a las cadenas; Torres, Caldas, Pombo, al Patíbulo.
Pero los que cogieron la flor de la tumba, los que desfilaron primero hacia la eternidad coronados de espinas bendecidas en el templo de la patria, se llaman Ascásubi, Salinas, Morales, y otros hombres, grandes en su obscuridad misma, grandes por el fin con que se entregaron al cadalso, primogénitos escogidos para el misterio de la redención de Sud América.
La primera voz de independencia fue a extinguirse en el sepulcro: Quito, primero en intentarla, había de ser última en disfrutarla; así estaba de Dios, y doce años más de cautiverio se los había de resarcir en su montaña el más virtuoso de los héroes.
Ese ¡ay! de tan ilustres víctimas; ese ¡ay! que quería decir: ¡Americanos, despertaos! ¡Americanos, a las armas! llegó a Bolívar, y él se creyó citado para ante la posteridad por el Nuevo Mundo que ponía en sus manos sus destinos.
Presta el oído, salta de alegría, se yergue y vuela hacia donde tiene un compromiso tácitamente contraído con las generaciones venideras.
Vuela, más no antes de vacar a una promesa que tenía hecha al monte Sacro, mausoleo de la Roma libre, porque el espíritu de Cincinato y de Furio Camilo le asistieran en la obra estupenda a la cual iba a poner los hombros.
Medita, ora, se encomienda al Dios de los ejércitos, y en nao veloz cruza los mares a tomar lo que en su patria le corresponde de peligro y gloria.
Peleó Bolívar en las primeras campañas de la emancipación a órdenes de los próceres que, ganándole en edad, le ganaban en experiencia; y fue tan modesto mientras hubo uno a quien juzgó superior, como fiero cuando vio que nadie le superaba.
Bolívar, después del primer fracaso de la república, tuvo la desgracia de ser uno de los que arrestaron al generalísimo, achacándole un secreto que no podía caber en la conducta de tan claro varón, soldado de la libertad que había corrido el mundo en busca de gloriosa muerte.
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