…Tan ciega era la fe de Bolívar en el poder oculto de su protectora, que donde se hubiera visto perdido para siempre cualquier otro, él desenvolvía a lo victorioso sus planes de conquistador, y se paseaba en el imperio de los Incas libertando medio mundo.
Sucedió que una ocasión, sorprendido con cuatro oficiales por un destacamento de españoles, acudiese a salvar la vida enzarzándose en un jaral, donde hubo de permanecer una buena pieza, a riesgo de muerte si daba un paso.
Perdida la batalla, dispersa la gente, el enemigo corriendo la tierra, ellos sin salida: pues en cuanto duraba el peligro, se puso a discurrir en cosas que, tanto parecían más extravagantes y efectos de locura a su cuitado auditorio, cuanto eran más grandes e inverosímiles.
Acaba con los españoles en Venezuela; liberta la Nueva Granada, y lleva la independencia al país del Ecuador: constituida una gran nación con estas tres colonias, no hace sino un paso al Perú, y funda otras repúblicas, cabalmente en tierras poseídas por grandes y poderosos enemigos.
¿Adónde iría después?
No hubo, sin duda, un Cineas que se lo preguntase, escuchándole sus oficiales en la angustia de sus corazones, pues para ellos era cierto que a su general se le trabucaba el juicio; tan imposibles parecían esas cosas.
Y llegaron a ser tan positivas, que el mundo las vio con asombro, y los sudamericanos las gozan sin cuidado, aunque agradeciendo poco.
Su maga protectora, que no era sino el ángel de la guarda del Nuevo Mundo, le sacó a paz y a salvo, y le llevó a una montaña, de donde le hizo ver en el porvenir la suerte de nuestros pueblos.
Andando el tiempo, hallábase enfermo en Pativilca, presa de la calentura, desencajado, mustio: uno de sus admiradores nos le describe sentado ahí, juntas y puntiagudas las rodillas, pálido el rostro, hombre más para la sepultura que para la batalla.
Los españoles, formidables, dueños de todo el alto Perú y de la mayor parte del bajo: quince mil hombres de los que habían vencido a las huestes napoleónicas y echado de España el águila poderosa.
La Serna, Canterac y otros valientes generales, bien armados, ricos y atrevidos con mil triunfos: la República, perdida.
¿Qué piensa hacer vuestra excelencia? pregunta don Joaquín Mosquera.
Vencer -responde el héroe.
Toques sublimes de elevación y longanimidad que acreditan lo noble de su sangre y lo alto de su pecho.
¿En qué la cede a los grandes hombres de lo antiguo?
En que es menor con veinte siglas, y sólo el tiempo, viejo prodigioso, destila en su laboratorio mágico el óleo con que unge a los príncipes de naturaleza.
¿Qué será Bolívar cuando sus hazañas, pasando de gente en gente, autorizadas con el prestigio de los siglos, lleguen a los que han de vivir de aquí a mil años?
Podrá Europa injusta y egoísta apocarnos cuanto quiera ahora que estamos dando nuestros primeros pasos en el mundo; pero si de ella es el pasado, el porvenir es de América, y las ruinas no tienen sonrisas, de desdén para la gloria.
¡Luis XIV, Napoleón, grandes hombres! Grandes son los que civilizan, los que libertan pueblos: grande es Pedro I de Rusia, grande Bolívar, civilizador el uno, libertador el otro.
Luis XIV es el Genio del despotismo; Napoleón, el de la ambición y la conquista.
El Genio de la libertad en ninguna manera ha de ser inferior; antes siendo hijo de la luz, su progenitura es divina, cuando los otros crecen, y se desenvuelven y son grandes en las sombras.
Sus enemigos echaron en campaña la voz de su coronación por mano de las potencias europeas, cuando nada estuvo más lejos de su pensamiento.
Verdad es que hubo Antonios que le tentasen a ese respecto; pero más leal que César o menos ambicioso, él siempre rechazó de buena fe tan indebidas ofertas.
Su bandera había sido la de la democracia, y no podía sin incurrir en mal caso relegar al olvido el símbolo de sus victorias.
A ser él para dar oído a las almibaradas cláusulas de la adulación, tiempo había que hubiera muerto rey, pues de seguro le matan si acomete a coronarse.
El cuchillo de la envidia envuelto en tinieblas, erró el golpe; el puñal de la salud en el brazo de la libertad le hubiera acertado en medio pecho.
Trabajo les mandaba yo a sus detractores de que fundasen sus malos juicios en alegaciones aceptables.
El puñal tendrá fuerza de convencimiento cuando habla en mano de Bruto; en la de cualquier otro, jura falso.
Los que evocan la sombra de este romano, aseguren el golpe, si quieren ser libertadores; en fallando la empresa, quedarán por asesinos: el buen éxito es necesario para la bondad de la causa.
¿Qué digo?
Si Bolívar muere a poder de los Cascas y los Casios colombianos, las maldiciones de América hubieran estado cayendo perpetuamente sobre ellos, como las gotas negras que miden la eternidad y marcan la frente de los réprobos: el mal suceso de su temerario intento los ha salvado; pues, según se me trasluce, perdonados están en razón de la buena fe con que tal vez algunos de ellos abrazaron esa horrible causa, ya por exceso de credulidad, ya por sobra de ardor en la sangre.
Voy a más y digo, que puesto caso que las intenciones ambiciosas del Libertador fueran manifiestas, no era el puñal el instrumento de la salvación de la república: el parricidio vuelve negro todo cuanto le rodea, infesta un gran espacio a la redonda, y sus sombras envenenadas son capaces de corromper la Luz del día.
Los chinos arrasan, no solamente la casa, sino también el pueblo donde ha nacido un parricida: parientes extraños, viejos, mozos, mujeres, niños, todo lo matan, hasta los animales, y esterilizan con sal la tierra que produjo bestia semejante.
En ser de hombres libres y republicanos todos somos hijos de Bolívar, libertador y fundador de la república: no podemos matarle sin merecer el castigo de los parricidas.
La vida de un tiranuelo ruin sin antecedentes ni virtudes; la vida de uno que engulle carne humana por instinto, sin razón, y quizá sin conocimiento; la vida de uno de esos seres maléficas que toman a pechos el destruir la parte moral de un pueblo, matándole el alma con la ponzoña del fanatismo, sustancia extraída por putrefacción del árbol de las tinieblas; la vida de uno de esos monstruos tan aborrecibles como despreciables, no vale nada: azote de los buenos, terror de los pusilánimes, ruina de los dignos y animosos, enemigos de Dios y de los hombres, se les puede matar, como se mata un tigre, una culebra.
No he sabido que hasta ahora hubiesen caído sino las bendiciones del mundo sobre los matadores de Calígula, Caracalla, Heliogábalo, y serían malditos quienes los maldijesen.
¿Con que es tan digna de respeto la existencia de los que viven privando de ella a los que la gozan otorgada por el Creador, y la llevan adelante girando honestamente en la órbita de sus leyes y de las humanas?
No se le debe matar porque es hombre, y su vida la tiene del Altísimo: ¿son otra cosa los que él mata y viven por obra de un ser diferente?
El verse revestido de un poder humano y usurpado trastrueca el orden de las cosas naturales y modifica en favor de los perversos las leyes eternas que obran sobre todos!
El que hace degollar por mano de verdugo, o manda a un grupo de soldados fusilar uno o muchos inocentes, sin procedimiento bueno ni malo, porque esto conviene a su ambición o su venganza, ¿será menos asesino que el que mata de persona a persona?
Solamente la cuchilla de la ley en mano de la justicia puede quitar la vida sin cometer crimen.
La tiranía es un hecho, hecho horrible que no confiere derechos de ninguna clase al que la ejerce, porque en el abuso no hay cosa legítima.
Los tiranos, los verdaderos tiranos, se ponen fuera de la ley, dejan de ser hombres, puesto que renuncian los fueros de la humanidad, y convertidos en bestias bravas, pueden ser presa de cualquier bienhechor denodado.
…
El toque está en que juzguemos a juicio de buen varón acerca de las intenciones y las acciones de los hombres, y sepamos cuál sentencia sería confirmada por el Juez Supremo, y cuál otra revocada; pues sucede que el malvado para unos es santo para otros, y mientras estos vocean llamándole tirano, esos se desgañitan por acreditarle de hombre justo y bienhechor.
Justo, bueno y católico, enhorabuena; si a pesar de esto es enemigo de Dios y de los hombres, yo le destino a la cuerda, y allá se averigüe.
Los antiguos sabían poner las cosas más en su punto que nosotros, y eran acaso más acreedores a la libertad, cuando la defendía no la reconquistaban a todo trance.
Nosotros andamos confundiendo algún tanto los principios de justicia, y no tenemos gran cuenta con los de la moral: atentamos contra la vida de los buenos, los grandes, y dejamos vivir a los perversos, los ruines perjudiciales.
Para un Bolívar más de un puñal; para un García Moreno no hay sino bendiciones, las de Cafarnaúm.
Bendita sea la servidumbre, bendita sea la ignorancia, bendita sea la mentira, bendita sea la hipocresía, bendita sea la calumnia, bendita sea la persecución, bendito sea el perjurio, bendito sea el sacrilegio, bendito sea el robo, bendito sea el azote, bendita sea la injuria, bendita sea el patíbulo; ¡benditos sean, benditos sean, benditos sean!
Maldito sea el corazón que concibe la muerte de Bolívar, obra de Satanás, preñez infanda; maldito el pensamiento que la madura en sus entrañas pestilentes; maldita la noche en que se comete ese pecado; maldito el instrumento de que se sirven sus autores; maldito el valor que los anima; maldita la fuerza en que confían; ¡malditos sean, malditos sean, malditos sean!
Yo no maldigo lo pasado, maldigo lo futuro; pues si Dios misericordioso perdonó a los delincuentes ¿qué sería de mis maldiciones?
Maldigo lo futuro, para que los hombres que merecen bien del género humano, los civilizadores, los libertadores, los héroes perínclitos, los filósofos, los maestros de la ley moral se hallen expuestos lo menos posible a las locuras de estos Brutos ciegos, Brutos insensatos que matan a Enrique IV y dejan vivir a Carlos IX, maldicen a Bolívar y bendicen a García Moreno.
Puñal para Sucre, el más modesto de los grandes hombres, el más generoso de los vencedores, el más desprendido de los ciudadanos: Sucre, varón rarísimo que supo unir en celestial consorcio las hazañas con las virtudes, el estudio con la guerra, el cariño de sus semejantes con la gloria.
Puñal para Sucre, el guerrero que comparece en la montaña, cual si bajase del cielo, y cae y revienta en mil rayos sobre los enemigos de América; Sucre, el vencedor del Pichincha, el héroe de Ayacucho, el brazo de Bolívar; puñal para Sucre, esto es, puñal para el honor, puñal para el valor, puñal para la magnanimidad, puñal para la virtud, puñal para la gloria.
¡Americanos! ese golpe de sangre que os inunda el rostro en ondas purpurinas es vuestro salvador: la vergüenza borra la infamia, los que gimen en silencio bajo esta enfermedad bienhechora, están salvados.
Sucre no murió a nombre de un principio, de una idea, ni por mano de un partido: su muerte no pesa sino sobre su matador, y su memoria no infama sino a su tenebroso verdugo.
«Los gobiernos se han fundado y consolidado en todo tiempo por medio de la cicuta y el puñal», dijo uno de los asesinos, echándole al rostro al género humano esta necia calumnia.
El crimen no puede servir de fundamento a cosa buena en el mundo: la cicuta mata la filosofía, destruye las virtudes, no funda los gobiernos.
…«En todo tiempo los gobiernos se han fundado y consolidado por medio de la cicuta y el puñal».
¿En tiempo de Moisés que gobernó y guió al pueblo de Israel? ¿En tiempo de David que cantó al Todopoderoso y reinó por la virtud?
¿En tiempo de Pericles, el más sabio gobernante de los griegos?
¿En tiempo de Augusto, de Tito, de Marco Aurelio?
No, en esos tiempos no fueron el puñal y la cicuta los reguladores de los destinos sociales; en tiempo de Alejandro VI, en tiempo de César Borgia, en tiempo de Carlos IX reinaron el puñal y la cicuta.
En tiempo de Enrique IV, ah, sí, en tiempo de Enrique IV, este es el secreto: se irguió el puñal, y fundó el regicidio, el parricidio.
Santo puñal, puñal bendecido en el tribunal de la penitencia, tú fundaste el mejor de los gobiernos, asesinando al mejor de los monarcas.
…Mas fundar gobiernos republicanos y virtuosos, consolidar las leyes santas de la igualdad y el amor en el seno de la democracia por medio de esos agentes, no cabe sino en el confuso entendimiento de esos tiranuelos cuya cabeza es el edificio donde trabaja la ineptitud moviendo la máquina de la tiranía.
…En razón de los fines podemos perdonar los medios; mas si a lo inicuo de los primeros añaden los malvados lo infame de los segundos, ¿dónde la filosofía? ¿Dónde el provecho de tan bárbaro sistema?
El que funda su poder con el veneno y el puñal, de ellos necesitará toda la vida para mantenerse en el trono del crimen: si él vive zozobrando entre el manejar esos resortes y el huir de ellos ¿a quién se queja? y si la fortuna le abandona ¿a quién vuelve los ojos?
Los perversos son los más desgraciados de los hombres, aun en medio de la prosperidad, según que siente un sabio; los perversos en desgracia, más desgraciados todavía.
Puñal para Bolívar, puñal para Sucre; ¿y por qué no? ¿no lo hubo para Enrique IV, el mayor y más virtuoso de los reyes? Tiberio muere en su cama, y ésta no es observación moderna.
Errores, puede ser; bastardías, ni una sola en la historia de Bolívar.
Sagrada su palabra, sus promesas realidades, a pesar del mal ejemplo de los enemigos, los cuales raras veces tenían cuenta con memoria de lo prometido, siendo entre ellos axioma de guerra que no obligaba el juramento para con los insurgentes.
Ruiz de Castilla en Quito, Monteverde en Caracas, Sámano en Bogotá rompieron la fe y anegaron en sangre la estatua sacrosanta de esta divinidad.
Bolívar era un rey; Dios, patria y pundonor la trinidad augusta de su religión, dando por sentado que falta uno al pundonor cuando falta a la palabra.
Liberal y magnífico por naturaleza, no cuidaba sino del acicalamiento del alma; en lo tocante al arreo de su persona, no era ello de sus ocupaciones predilectas; antes dicen que tenía el ánimo tan embebido en las cosas grandes, que poco reparaba en las suyas propias, si sus edecanes no andaban a la mira.
Así ocurrió que una mañana hallase un uniforme nuevo en lugar del que había dejado por la noche; y no le pareció tan bien que no echase menos el deterioro causado en el antiguo por las fechorías del tiempo y las travesuras de las armas.
Bonaparte miraba con rara predilección su sombrerito de Eylau, prenda que se conserva en su mausoleo entre las más respetables.
Y en verdad que el viajero contempla absorto esa figurilla que ha abrigado el molde más perfecto de la inteligencia, cráneo en el cual naturaleza echó el resto de su sabiduría.
Bolívar era hombre esencial; su ánimo raras veces hacía diversiones hacia las cosas de poco valor, sino fueron las del amor, ante cuyo diosezuelo hincaba de buen grado la rodilla, aunque sin -rendir la espada.
¿César no fue el más gran enamorado de Roma?
El amor es la grosura del corazón, légamo suavísimo que abriga el principio de los grandes hechos, sin que de ninguna manera estrague las virtudes heroicas, cuando se deja pulsar por la moderación.
…Su encargo era la libertad de un mundo; tenía que ser gran capitán: su propósito fundar nuevas naciones; le convenía ser organizador, legislador.
…Guerrero, no le cede una mínima a Gonzalo Fernández de Córdoba; lo prueba el haberse puesto con una gran nación, el haber vencido a los soldados de Bailén, antiguos de Pavía.
En el hacer de las leyes, procuraba dictar, no las mejores, sino las que más convenían a los pueblos, memorioso del precepto de Solón, el cual había usado esta manera con los atenienses.
Hombre constante, hombre avisado: en cada una de sus obras parecía echar el resto de su genio; tan fecundo era en los arbitrios y tan ejecutivo en las resoluciones.
Empeñado más y mejor en su grandioso intento a cada golpe de la suerte, era cosa de ver con el ardor que volvía a la demanda cada vez más pavoroso.
…Arruinado varias ocasiones, fugitivo, proscrito, y siempre el mismo contrario al frente de los españoles: ¿qué mágico terrible era ese?
Sus enemigos nunca dieron con el secreto de vencerle de remate: si le toman en los brazos y le ahogan en el aire, allí fue la independencia, allí fue la república.
Muerto él, España tan dueña de nosotros como en los peores tiempos en nuestra servidumbre, y América a esperar hasta cuando en el seno de la nada se formase lentamente otro hombre de las propias virtudes; cosa difícil, aun para la naturaleza, como la Providencia no la asistiera con sus indicaciones.
Pero se contentaban con echarle en tierra, y esta buena madre le llenaba de vida, infiltrándole a su contacto sus más poderosos jugos.
…Fortuna, diosa de los pícaros, honra de los infames, bondad de los malvados; fortuna, más inicua que ciega, más torpe que injusta, si eres una deidad, lo serás de los infiernos.
Poderosa eres; pero hay uno que puede más que tú, y es el que está sobre el cielo y el infierno: cuando éste se arrima a la otra parte, la tuya sucumbe; razón, verdad, justicia están de triunfo.
Que los de Bolívar no eran debidos a la fortuna, lo acreditan sus numerosas desgracias; debidos fueron a la felicidad: valor, ingenio, osadía, constancia, fe, fe ciega en su destino, constituyen la felicidad de los varones que resaltan sobre sus semejantes y han sido enviados para grandes cosas.
Sin miedo de propasarnos en el encarecimiento, podemos contar a don Simón entre los hombres con los cuales naturaleza demuestra su poder, y Dios el amor con que glorifica el género humano.
Oiga la edad futura los juicios que sobre la tumba del héroe formulan los presentes; y cuando demos que los venideros no tengan nada que añadir en su alabanza, ya será el Genio cuya gloria parece haber madurado veinte siglos.
No dieron estampida en Europa sus acciones, porque Júpiter hecho hombre la tenía sorda con un trueno continuo: las armas del conquistador crujían más que las del libertador, y esto ha redundado en desgracia del que más títulos alcanza a la admiración del mundo, si el heroísmo puesto al servicio de la libertad vale más que el heroísmo obrando por la esclavitud del universo.
Los españoles dan ciento en la herradura y una en el clavo con ese flujo por achicar a Bolívar y sus compañeros de armas; si supieran su negocio, le delinearan sus escritores como ser casi fabuloso, héroe del linaje de Rama y de Crisna, Rustán que presta asunto a la epopeya.
Mostrar en Bolívar, Sucre, Páez, aventureros sin consecuencia, hombres mezquinos que no obraban sino al impulso de ambiciones personales, cobardes además y en un todo inferiores a los europeos, es apocarse ellos mismos, desdecir de las virtudes antiguas de la gran nación hispana.
Pues no es el vencedor más estimado
De aquello en que el vencido es reputado.
¿Don Alonso de Ercilla no pensaba que las huestes castellanas abundarían tanto más en gloria cuanto menos dignos de su valentía fuesen los enemigos con quienes se estaban combatiendo?
Caupolicán y Bayocolo podían muy bien dar al través con las falanges españolas; y domarlos y conquistarlos era crecer en gloria ante el rey su señor y ante las naciones de la tierra.
Nosotros no extremaríamos la insolencia ni refinaríamos la negadez tirando a disminuir los méritos de nuestros enemigos; antes por el contrario, quisiéramos que hubieran sido más valientes, avisados, peritos en la guerra, si cabe en hombres serlo más que esos egregios españoles que dieron tanto en qué entender al dueño de pueblos y reyes.
Si ellos hubieran sido campeones ruines, sin fuerza ni expedientes, ¿dónde la gloria de sus vencedores?
Porque los indios, dice Solís, ni en vigor de ánimo, ni en fuerza de cuerpo y buena proporción de miembros eran inferiores a los demás.
Don Antonio sabía muy bien que si los indios fueran para menos, Hernán Cortés no mereciera el loor que alcanza, por cuanto el vencer a un adversario flaco no es maravilla que debe pasar a la posteridad envuelta en el reflejo de la gloria.
¿Qué honra es al león, al fuerte, al poderoso
Matar un pequeño, al pobre, al coitoso?
Es deshonra et mengua, et non vencer fermoso:
El que al mur vence es vencer vergonzoso...
El vencedor ha honra del precio del vencido.
Su loor es a tanto cuanto es lo debatido.
…Don Alonso de Ercilla y don Antonio Solís, como quienes sabían lo que importaba más a su patria, supieron entenderse mejor con la pluma, y dejaron entreparecer su cordura por esas hábiles insinuaciones.
¿Qué dirían ellos de sus mal aconsejados compatriotas si les oyesen hablar de los soldados de la emancipación americana con desdén tan infundado como necio?
Pues si eran tan miserables como decís, gritarían, ¿por qué no los sojuzgasteis y castigasteis a vuestro sabor, bellacos?
Esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba un gran enemigo de Roma, al ver del modo que ordenaban la batalla: esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, hubiera exclamado Gonzalo de Córdoba al ver la disposición de la de Carabobo, cuya victoria fue debida a las del general republicano: esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, iba sin duda exclamando Latorre en la heroica retirada del Valencey; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba el tan valiente cuanto infortunado Barreiro en Boyacá; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba Canterac en el campo de Junín; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba La Serna en Ayacucho.
¿Cómo lo habían de ser, cuando después de envolverlos, aturdirlos, ofuscarlos con el numen de la guerra, los estrechan, los acometen, los despedazan con el acero?
¿Cómo lo habían de ser, cuando después de tenerlos baja la cerviz, rendido el brazo, les conceden los honores militares y los envían salvos a su patria?
¿Cómo lo habían de ser, cuando proclamada la paz constituyen naciones, y las ponen debajo de leyes tan razonables como las que más?
¡Bárbaros, cobardes y mezquinos los que hacían esas cosas!
Mirad, incautos españoles, no os reduzcamos a la memoria la famosa expresión con que se regocijaba Morillo en sus francachelas y bataolas de Caracas: «Si los vencedores son éstos, ¿cuáles serán los vencidos?».
Los vencidos fueron unos que a la vuelta de poco le pusieron de patitas en la calle, desbaratado, pulverizado, anonadado su ejército compuesto de vencedores de franceses.
Un escritor mal avisado lleva la ojeriza hasta el punto, de decir que Bolívar huyó cobardemente en la batalla de Junín.
¿Cómo Aquiles huye de los troyanos?
La victoria se le iba, y voló a cerrarle el paso.
Y aun cuando su retirada personal no hubiera tenido un fin relativo al combate todo el que sepa quién fue Bolívar tendrá por bien averiguado que, juzgándose necesario para la independencia preservaba su vida a todo trance.
Perder una batalla, no era mucho; se podían ganar diez en seguida: muerto Bolívar, muerta la patria.
Huir el capitán, dejando al ejército enfurecido en la pelea; cosa imposible al entendimiento y a la pluma.
El león va y viene, se mueve en torno, bravea y se multiplica contra los que le acosan, y sucumbe o queda vencedor, pero no huye.
Podía Bolívar colocarse al frente de sus legiones atemorizadas, y echar a andar delante de ellas, porque se entendiera que seguían a su general y no iban fugitivas, como ya hizo en tiempos antiguos Cátulo Luctacio; ponerse en cobro él solo, dejándolas mano a mano con la muerte, calumnia es absurda a todas luces.
Primero que echar esa pamplina, consúltese con Boves el que tuvo a Bolívar por cobarde, y ese león le hubiera dicho sí a la cobardía de su contrario debió su desengaño en San Mateo.
Boves, el más audaz, valiente e impetuoso de cuantos españoles pelearon esa guerra, sabe si Bolívar fue más que él por la serenidad, la intrepidez, la firmeza, la constancia con las cuales arrostró con esa horrenda hueste debajo del imperio de jefe semejante.
El guerrero descuella sobre la tempestad, la cabeza erguida, el brazo alzado: llueve la metralla, el ruido asorda, el humo ciega, y en medio esa espantosa cerrazón, la frente de Bolívar resplandece, su voz se sobrepone a la de los cañones enronquecidos, en su pecho se estrellan y se doblan las lanzas de los llaneros de Boves, este héroe de la antigua Caledonia, cruel como Starno, feroz como Swarán.
A una acción romana debió Bolívar su salvación en San Mateo; pero es asimismo cierto que a la constancia de Bolívar debió Ricaurte su sacrificio.
¡Cuántas arremetidas resistió y cuántos asaltos rechazó y cuántas esperanzas burló primero que el nuevo Cocles salvase a la patria!
Confundido, despechado, desesperado, levanta el campo Boves, y deja el triunfo a los cobardes.
Españoles valientes, heroicos españoles, ¿así deshonráis vuestra derrota?
Nuestra dicha es haber conquistado la libertad, pero nuestra gloria es haber vencido a los españoles invencibles.
No, ellos no son cobardes; no, ellos no son malos soldados; no ellos, no, son gavillas desordenadas de gente vagabunda; son el pueblo de Carlos Quinto, rey de España, emperador de Alemania, dueño de Italia y señor del Nuevo Mundo.
¿Cuántas jornadas de aquí a París preguntaba este monarca a un prisionero francés.
Doce tal vez, pero todas de batalla, respondió el soldado.
El emperador no fue a París.
La grandeza del vencido vuelve más grande al vencedor.
No, ellos no son cobardes; son los guerreros de Cangas de Onís, Alarcos y las Navas; son el pueblo aventurero y denodado que invade un mundo desconocido y lo conquista; son la familia de Cortés, Pizarro, Valdivia, Benalcázar, Jiménez de Quesada y más titanes que ganaron el Olimpo escalando el Popocatepetl, el Toromboro y el Cayambe.
Pueblo ilustre, pueblo grande, que en la decadencia misma se siente superior con la memoria de sus hechos pasados, y hace por levantarse de su sepulcro sin dejar en él su manto real.
Sepulcro no, porque no yace difunto; lecho digamos, lecho de dolor al cual está clavado en su enfermedad irremediable, irremediable no, tampoco digamos esto: si España se levanta, se levantará erguida y majestuosa, como se levantara Sesostris, como se levantara Luis XIV, o más bien como se levantara Roma, si se levantara.
Cuerpo enfermo, pero sagrado; espíritu obscurecido, pero santo.
¡España! ¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos.
El pensar a lo grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo en nosotros, son de España; y si hay en la sangre de nuestras venas algunas gotas purpurinas, son de España.
Yo que adoro a Jesucristo; yo que hablo la lengua de Castilla; yo que abrigo las afecciones de mis padres y sigo sus costumbres ¿cómo la aborrecería?
Hay todavía en la América española una escuela, un partido o lo que sea, que profesa aborrecer a España y murmurar de sus cosas.
¿Son justos, son ingratos los que cultivan ese antiguo aborrecimiento?
El olvidar es de pechos generosos: olvidemos los agravios, acordémonos del deudo y la deuda.
¿Y acaso todo fue bárbaro y cruel por parte de los españoles?
Monteverde, Cerveris, Antoñanzas, es verdad; ¿pero no honraron su patria y la guerra hombres buenos, humanos como Cajigal?
¿No había visto poco antes el Nuevo Mundo un virrey Francisco Montalvo?
Y esto sin hacer memoria de Las Casas, el filántropo, el apóstol, ese que con el crucifijo en la mano andaba interponiéndose entre los conquistadores y los conquistados, suavizando la crueldad, conteniendo la rapacidad de los unos; esforzando la debilidad, aclarando la oscuridad de los otros.
Cuba, ah, Cuba ensangrentada y llorosa se alza en el mar, y puesto el dedo en los labios me hace seña de callar las alabanzas de la madre patria.
Pobre musa desesperada, blanco el vestido, suelto el cabello, da el salto de Leucadia para olvidar su pesadumbre o sepultarse con ella en el abismo.
Como no sea la de Olmedo, cualquier voz será desentonada para cantar los hechos de la guerra de la libertad, y trémula cualquier mano para rasguearlos según pide su grandeza.
En las pinceladas sublimes de aquel bardo descuellan con toda su pujanza las virtudes del mayor de los héroes del Nuevo Mundo, y al cadencioso rompimiento de esos versos figúrase uno ver a Fingal cómo desciende todo armado de las montañas de Morven.
…¿Quién es el caballero que alarga el brazo y enseña las alturas del riscoso Bárbula?
El general dio la orden de victoria, vuelan los soldados rompiendo por los enemigos batallones.
El combate está empeñado, las balas caen como granizo, los valientes se extienden por el suelo heridos en el pecho.
El general abraza con la vista el campo de batalla, y se dispara adonde la pelea anda más furiosa: suena su voz en dondequiera; su espada, como la del ángel exterminador, despide centellas que ciegan a los enemigos.
Bolívar aquí; Bolívar allí: es el Genio de la guerra que persigue a la victoria.
Flaquea un ala, él la sostiene; otra es rota, él le vuelve su entereza; anima, enciende los espíritus, y no hay salvarse el enemigo, si no agacha las armas y se pone a merced del vencedor.
Los que resisten son pasados a cuchillo; los que huyen no volverán al combate; la imagen de Bolívar los aterra, ven su sombra, y tiemblan y trasudan, semejantes a Casandra en presencia de la estatua del macedón invicto.
Triunfo caro, triunfo horrible: las lágrimas de los jefes, los ayes de los soldados manifiestan cuánto fue triste esa jornada.
Joven hermoso, ¿qué haces ahí tirado sobre el polvo? ¿Contemplas la bóveda celeste, tu alma se ha enredado en los rayos del sol y no puedes libertarla de esa prisión divina?
Álzate, mira: tus armas han vencido, mas sin tu brazo, la victoria era dudosa.
Toma tu parte en la alegría del ejército, ve hacia tu general y recibe la corona que han merecido tus proezas.
¿Quién eres?
Te conozco: la frescura de los años, la energía del corazón, la nobleza del alma, todo está pintado en tu rostro bello y juvenil como el de Ascanio.
Atanasio, ¿no respondes?
Este cuerpo frío, esta belleza pálida, esta inmovilidad siniestra me dicen que no existen, y que tu espíritu voló a incorporarse en el eterno.
Muerto estás: la frente perforada, los sesos escurriendo lentos hacia las mejillas, la sangre cuajada en los rizos de tus sienes dan harto en qué se aflija el corazón y por qué lloren los ojos.
Morir tan joven no es lo que te duele, si en la eternidad se experimenta alguna pesadumbre; morir tan al principio de la guerra, cuando la suerte de tu patria está indecisa; morir sin verla libre y dichosa, esto es lo que te angustia allá donde miras nuestra cuita.
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