lunes, 14 de febrero de 2011

Anzoátegui











Anzoátegui te acomete, Anzoátegui te acuchilla, Anzoátegui te desbarata y extermina: es Anzoátegui el guerrero que vuela sobre un águila pisando en la cabeza a centenares de enemigos.
Su espada silba en el aire, su brazo se retrae, y la punta de ese acero mortífero se abre paso por la garganta del que encuentra, y sale por la nuca un palmo.
Bolívar manda, Anzoátegui ejecuta: él está por todas partes, sigue el pensamiento del general y en su feroz caballo vuela fantástico, siniestro para el enemigo como el Genio de la muerte.
 ¿Quién se opone al torrente de esos héroes enloquecidos con el furor de la pelea?
¿Quién resiste el empuje de esos hombres maravillosos que parecen vomitar fuego y matar hasta con la mirada?
 Allá se levanta una manga de polvo; el ruido de un galope inmenso se aleja del campo de batalla; el fiero castellano está vencido; los jinetes huyen aterrados, los infantes quedan en  el suelo.
 Ya Rondón había puesto en Sogamozo un proemio sangriento a esta grande obra: Rondón el fiero, Rondón el bravo, una de las lanzas más temibles de Colombia, salvó a su general de en medio de los enemigos, rompiéndolos, deshaciéndolos, y echándolos a salvarse en las alturas de Paipa.
Vencidos una vez, lo fueron otra, y ésta no hubo acogerse al gremio de la noche, que el sol; benigno y generoso, dio tiempo a la victoria.
La batalla de Boyacá echó el sello a la libertad de la Nueva Granada, pues nunca más volvieron los españoles a sentar la planta en su tierra bendita con la sangre de los buenos hijos de la patria.
El general español con casi todos sus oficiales y gran parte del ejército fueron hechos prisioneros, no sin que hubieran mostrado en el combate el bien conocido valor de tan nobles europeos.


 Sámano el virrey, Sámano el opresor, el héroe del cadalso, trémulo y desconcertado, se puso en salvo abandonando la capital, adonde entró Bolívar al frente de los libertadores, en medio del júbilo inmoderado del pueblo que erguía la cabeza fuera del yugo, alzaba las manos fuera de las cadenas.


Así entró Mac-Mahón a Milán después de las batallas de Solferino y Magenta, así entró Garibaldi a Nápoles después de la casi fabulosa toma de Sicilia.


Los conquistadores entran en medio de maldiciones secretas de pueblos acuitados, hombres que amenazan en lo íntimo del corazón, mujeres que piden a Dios la muerte de esos extranjeros injustos; así entró Napoleón a Berlín, a Viena así hubiera entrado el rey Guillermo a París.


Bolívar gozó; muchos días de satisfacción en su vida de huracán, vida de guerra continua; pero esta entrada a Santafé después de victoria tan gloriosa fue para él uno de sus triunfos más llenos de felicidad.


No sabía que de entre las guirnaldas que iba cosechando por esas calles saldría después el puñal, que si no le acertó en el pecho, le hirió en el alma, y para toda la vida; esa herida fue una de las que le llevaron al sepulcro, pues este hombre tan feliz murió con el alma acribillada, pero con un gran consuelo: sus esperanzas no se habían ida en flor, y a su muerte quedó cuajado el fruto de sus afanes.


¿Quién habla aquí de muerte?


Ahora no hay muerte, sino vida; vida inmensa, inextinguible; vida de inmortales.


Si la Nueva Granada estaba libre, Venezuela luchaba todavía, y su hijo, su gran hijo, vuela allá.
¡Libertad! esta es la seña; ¡libertad! esta es la voz que ha de resonar desde el Orinoco hasta el Apurímac, desde el Ávila hasta el Misti, pasando por las regiones encumbradas del Cotopaxi y el Cayambe.


 Tres ejércitos republicanos cercan a los españoles en Venezuela: Mariño, Páez y Urdaneta son tres columnas obscuras, semejantes a los héroes de Ossián, cuya espada brilla como un rayo de fuego.


Llega Bolívar, y la tempestad se declara vasta y espantosa, hasta que en Carabobo da al través con la nave en que aun bogaban pujantes los opresores del Nuevo Mundo.
Carabobo, campo inmortal, ¿por qué no te han declarado santo los padres de la patria?
 Los pueblos que no tienen una Elida no se atreven a echar la vista atrás, porque temen no ver nada en el mar de sombras que sus ojos encuentran.


Un lugar de recuerdos, un depósito de glorias, un receptáculo de misterios donde los dioses entiendan en las cosas de los hombres, es indispensable para los pueblos ilustres: Maratón es santo para los griegos, Salamina es tan bendita como Samotracia.


Y vosotras, llanuras de Poitiers, donde la media luna quedó en pedazos; vosotras, donde la cimitarra fue abatida por la cruz; vosotras, donde un mar de sangre musulmana dejó cerrado para siempre el paso a los conquistadores del Profeta; vosotras sois sagradas, no sólo para la nación donde os extendéis amplias y hermosas, sino también para todo el mundo, cuán anchamente se dilata la fe de Jesucristo: ¿Qué monumentos, qué señales autorizadas por los legisladores de Colombia dicen al viajero: Este es el campo de Carabobo?


Dos veces cayeron allí boca abajo nuestros enemigos; dos veces les dio allí Bolívar una lección sangrienta; allí quedó sellada la libertad de tres naciones, y no hay hasta ahora una piedra que diga al viajero: Este es el campo de Carabobo.




Que no honremos nuestros lugares memorandos con columnas y pirámides donde gusta de posar la gloria, no es mucho; nuestro genio es destruir hasta los recuerdos de la sabiduría; un viandante encontró de puente  de una acequia la piedra cargada con las inscripciones de La Condamine y sus compañeros
 El magistrado, el militar, el sacerdote, el indio ignorante, la ramera soez, todos hollaban sin saberlo esa prenda inmortal que en otra parte estuviera en un museo.
Monumentos en Carabobo, en Pichincha, en Ayacucho ¿para qué? ¿No está ahí la naturaleza que no pierde la memoria de los grandes hechos? ¿No están ahí los huesos de nuestros mayores sirviendo de inscripción indeleble?
Los huesos no, pero las cenizas, esas cenizas pesadas, polvo de diamante, que no se van con ningún viento, como las de templo de Juno Lacinia.
Desgraciado del hijo de América que ponga los pies en el suelo de Carabobo, Chacabuco y Tucumán y no sepa dónde está.
 Esos campos se descubren desde lejos: las sombras de Bolívar, San Martín y Belgrano se elevan en ellos superiores a las pirámides de Egipto, y cuarenta siglos antes de llegar, el porvenir las contempla desde el obscuro seno de la nada.
Un día subió un niño a las alturas del Pichincha: niño es, y sabe ya en donde está, y tiene la cabeza y el pecho llenos de la batalla.
El monte en las nubes, con su rebozo de nieblas hasta la cintura: gigante enmascarado, causa miedo.
 La ciudad de Quito, a sus pies, echa al cielo sus mil torres: las verdes colinas de esta linda ciudad, frescas y donosas, la circunvalan cual muros gigantescos de esmeralda, puestas como al descuido en su ancho cinturón.
Roma, la ciudad de las colinas, no las tiene ni más bellas, ni en más número.
Un ruido llega apenas a la altura, confuso, vago, fantástico, ese ruido compuesto de mil ruidos, esa voz compuesta de mil voces que sale y se levanta de las grandes poblaciones.
El retintín de la campana, el golpe del martillo, el relincho del caballo, el ladrido del perro, el chirrío de los carros, y mil ayes que no sabe uno de donde proceden, suspiros de sombras, arrojados acaso por el hambre de su aposento sin hogar, y subidos a lo alto a mezclarse con las risas del placer y corromperlas con su melancolía.
El niño oía, oía con los ojos, oía con el alma, oía el silencio, como está dicho en la Escritura; oía el pasado, oía la batalla.
¿En dónde estaba Sucre?
Tal vez aquí, en este sitio mismo, sobre este verde peldaño; pasó por allí, corrió por más allá, y al fin se disparó por ese lado tras los españoles fugitivos.
Echó de ver un hueso blanco el niño, hueso medio oculto entre la grama y las florecillas silvestres; se fue para él y lo tomó: ¿será de uno de los realistas?
 ¿Será de uno de los patriotas?
¿Es hueso santo o maldito?
¡Niño! no digas eso: hombres malditos puede haber; huesos malditos no hay.
Sabe que la muerte, con ser helada, es fuego que purifica el cuerpo; primero lo corrompe, lo descompone, lo disuelve; después le quita el mal olor, lo depura; los huesos de los muertos, desaguados por la lluvia, labrados por el aire, pulidos por la mano del tiempo, son despojos del género humano; de este ni de ese hombre, no; los de nuestros enemigos no son huesos enemigos; restos son de nuestros semejantes.
Niño, no lo arrojes con desdén.
Pero se engañaba ese infantil averiguador de las cosas de la tumba: los huesos de nuestros padres muertos en Pichincha son ya gaje de la nada: el polvo mismo tomó una forma más sutil, se convirtió en espíritu, desapareció, y está depositado en la ánfora invisible en que la eternidad recoge los del género humano.
Hubiera convenido que ese niño, que no debió de ser como los otros, hallase en el campo de batalla una columna en la cual pudiese leer las circunstancias principales de ese gran acontecimiento.
¿En dónde está Bolívar?
El es, allí le veo, al frente de un ejército resplandeciente.
Estos no son como los que traspusieron los Andes, sombras y espectros taciturnos, sino robustos cazadores del Señor que siguen la pista al león de Iberia y llevan en el ánimo cogerle vivo o muerto, aun en los confines de la tierra.
Pero el león no huye: en su sitio los espera, los ojos encendidos, inflada la greña, las fauces echando espuma y azotándose los ijares con la cola.
Latorre manda las huestes españolas; con él están los jefes de más renombre en la campaña, los soldados de Boves, vencedores de la Puerta.
Pero los libres son regidos por Bolívar, y esta prenda de victoria les comunica   el brío que han menester para conflicto tan grandioso.
Las alturas han sido tomadas por el enemigo; los cañones, hablando a nombre del rey de España, cierran el paso a los patriotas; las gargantas que desembocan en la llanura están obstruidas, e infantería y caballería en ordenación de batalla esperan cuando han de dar sobre ellas los soldados de Bolívar.
 ¿Por dónde las acometen?
 ¿Por cuál lado las hieren?
Todo está defendido, y habrán de caer por miles ante las bocas de fuego, primero que rompan por el valle.
¿Quién se muestra de improviso por el flanco derecho, por donde a nadie se esperaba, y sacude la melena en ademán de amenazar?
 ¡Oh Dios! es el más terrible de los enemigos, el más temido, ese hijo de la Tierra que en las Queseras del Medio la había hartado a España de sangre de sus propios hijos.
Los valientes del Apure han desembocado en la planicie, comienza la pelea: los republicanos mueren, son uno contra ciento, ceden el campo, ¿ceder? eso sería donde no llegasen los hijos de Albión, hijos de una vieja monarquía que combaten por una joven república.
 ¡Y qué combatir, señor!
 Hincada la rodilla en tierra, cual si adorasen al dios de las batallas, impávidos e inmóviles, tiran sobre el enemigo, quitan cien vidas y caen ellos mismos muertos en esa postura reverente.
Minchin, héroe esclarecido, tu nombre constaba ya en los registros de la patria, y compareces nuevamente a dar más estrépito a tu fama; Minchin, noble extranjero, ya no eres extranjero sino hijo de Colombia por tu amor hacia ella y tus proezas; Minchin, y tú, Famior heroico, en vosotros saludamos a todos esos ingleses invencibles que tan larga parte tuvieron en las batallas más gloriosas de la independencia, en Boyacá, en Carabobo.
 Salud, hijos de Albión, Legión Británica, cuyos huesos fecundan nuestros campos, cuyo espíritu se confunde en la eternidad con el de nuestros propios héroes.
Las españoles cargan con ímpetu redoblado, se echan sobre los libres en numerosos batallones, bastantes para abrumarlos con el peso, aun sin las armas; y de hecho los abruman.
Pero llega Heres, y la victoria le vuelve la espalda al enemigo; llega Muñoz, llega Rondón, llega  Arismendi, llega Silva; ¿cuántos más llegan?
Los Tiradores de la Guardia, los Granaderos de a caballo hacen prodigios; Marte obra sus milagros por el brazo de esos titanes que matan dos a cada golpe.
 ¡Los Rifles!
¿dónde están los Rifles? allí vienen; ¿quién arrostra con esos batalladores fieros, esos que olvidan la cartuchera, a bayoneta calada se van para el centro de los enemigos batallones, y a diestro y siniestro los hieren, los acuchillan, los derriban, pisan sobre ellos y siguen el alcance a los fugitivos?
 Bolívar manda: la espada en alto, la voz resonante, vuela en su caballo tempestuoso, y ora está aquí, ora allí, siempre donde muestra preponderar el enemigo: su alma se derrama sobre todo aquel espacio, y en llamas invisibles envuelve a los combatientes, que dominados avanzan por encanto sobre el fuego.
Páez, brazo de la muerte, como Fergo, no sosiega; se echa en lo más espeso de la riña, mata a un lado y a otro, su espada se abre paso, y deja rotas y turbadas las líneas enemigas.
 Bolívar la cabeza, Páez el brazo de la guerra.
¿Adónde huyes, adónde arrastras a tus cuitadas huestes, miserable?
Te conozco: esa cara tinta en sangre, y no la de la batalla; esos ojos espantados; esa cabellera erizada; esa mano trémula, cuya arma verdadera es la larga uña; esa rapidez con que huyes hacia el Pao me dicen que eres Morales, el cobarde, el sanguinario Morales, deshonor de los valientes de la madre patria, infamia de la guerra.
Boves no hubiera huido, Morales huye; Boves era valeroso, Morales nada más que robador y asesino.
 Huye, huye veloz que si te alcanzan, la cuerda te espera, no la bala.
Zuázola muere en la horca, ¿no lo sabes?
Victoria grande que nos trajo en su seno una grande pesadumbre: murió Cedeño, «el bravo de los bravos de Colombia»; murió consumado el triunfo, murió en los brazos de este fiel amigo suyo.
 Habíase vencido, ¿qué quería el bravo de los bravos? Valencey se retiraba en buena formación haciendo frente al enemigo, rechazando las cargas de los jinetes americanos: Cedeño no lo pudo sufrir; y cuando ciego de valor y valentía se echó a romperlo y desbaratarlo él solo, cayó con cien heridas de la  cumbre de la gloria.
Preciso era que el pundonor de España se salvase siquiera en un cuerpo de su ejército, ese pelotón de héroes que se defendió de firme hasta cuando la Cordillera le amparase.
Al Valencey nadie le pudo: Latorre fue vencido, pero este cuerpo salió intacto a fuerza de serenidad y pericia: tan pronto era rompido como volvía a su formación: falange inmortal dejó la victoria en el campo; el honor, salió con ella: estos son los soldados.



Y tú, difunto fiero, que yaces boca arriba ¿quién eres?

                                     



                                                         Ambrosio Plaza

Plaza, invicto Plaza, tú también ganaste la palma del triunfo y la del cielo al propio tiempo.


¡Cuán terrible estás aún sin la vida!


Valor, coraje, ímpetu de la sangre, todo se ve en tu rostro, donde fulgura la belleza de la guerra, esa belleza terrible que hace temblar a los cobardes.


 Muere, amigo: si en las obscuras entrañas de la nada se pierden los cuerpos de los héroes, sus nombres quedan grabados para siempre en el alma de los que viven, y esta herencia se transmite a las generaciones más remotas enriqueciendo a los hijos de los hijos.


Con esta jornada se echó punto final a las grandes batallas que de poder a poder se dieron en Venezuela realistas y republicanos, y desde entonces fue cuesta abajo la resistencia de los españoles en América, hasta cuando en Ayacucho declararon no poder más.
No quedaban sino algunas plazas fuertes; mas Puerto Cabello no podía ser impedimento para la constitución de la República, y el guerrero comparece ante los mejores hijos de esta joven madre a dar cuenta de la terminación de su grande obra.


 La libertad estaba conquistada, la emancipación asegurada: un pueblo salía del abismo de la esclavitud sacudiéndose las sombras, y con alta frente y paso firme ganaba un asiento entre los libres y civilizados de la tierra.


Las cadenas, en pedazos, fueron echadas al mar; sus fragmentos desmedidos resonaron en sus obscuras profundidades ahuyentando a los monstruos de la naturaleza y hasta el callo que deja el yugo se ha disuelto en el cuello de las naciones redimidas.


 Pero Bolívar tiene aún que hacer: su espada no va a suspenderse en el templo de la gloria, pues mientras hay en el Nuevo Mundo  un pueblo esclavo, su tarea no se ha concluido, y él dice en su ánimo lo que el poeta ha de expresar después en el dístico memorable:
           
Mientras haya que hacer nada hemos hecho.               


¿En dónde está Bolívar?


Él es, allí le veo: la sombra imperial de Huaina Capac se le aparece en las nubes, y le dice que se ha de cumplir su profecía: él ha leído en el libro de las disposiciones eternas que el país de los Incas será libertado por un gran hijo del sol, vengada la memoria de sus descendientes.


Bolívar deja su patria: Chimborazo queda a sus espaldas, se echa al mar, desaparece por el mundo.


¿En dónde está Bolívar?


Él es, allí le veo: con el rayo en la mano amenaza a los opresores del pueblo en cuyo auxilio ha volado en las de la victoria; Junín mira allí resplandeciente al padre de Colombia.


El combate es a caballo; cada jinete monta uno digno de un emperador, corcel egregio que pide la batalla con ese resoplar y ese manotear que llenan el campo de marcial bullicio.


La barba le incomoda, trae limpios y sueltos los miembros, sin más adorno que la testera de grana, ni más resguardo que la herradura.


No sale de la línea, porque en medio de su fogosidad es obediente; pero allí se mueve, levanta el brazo en curva amenazante, extiéndelo con fuerza sobre el suelo repetidas veces, gime la tierra a la presión de ese loco martillo.


En inquietud colérica, vuelve los ojos a un lado y a otro; el vaivén de su cuello recogido indica que algo le irrita y le urge los espíritus.


Le tiembla el vasto pecho, recoge el cuerpo, tira el freno y quiere dispararse a beberse los espacios.


 Canterac, ufano de sus escuadrones invencibles, alto y soberbio, recorre sus líneas, les habla de la madre patria, del honor de las armas castellanas: suya es la victoria.
Esos valientes son terribles a la vista, irresistibles al encuentro: un ancho fiador de piel de oso les sujeta el morrión, simulando una espantosa barba; erizado el bigote, parece en ellos el símbolo del valor enfurecido: ninguno siente miedo.


Frente por frente la hueste republicana no muestra aspecto más humilde: con su mirar de águila el terrible llanero señala para la muerte a tal o cual enemigo.


La vaina del sable cuelga larga y resonante de un talabarte de cuero blanqueado; la hoja está al hombro; la lanza, con el regatón en la cuja, se halla lista para ponerse en ristre.


Hablan los jefes, rompen el aire los clarines: a espuela batida los caballos, los enemigos escuadrones entran hasta ponerse rostro a rostro, y en ademán de acometer, déjanse estar un buen espacio en fiera y muda contemplación callando las espadas.


¿Qué ideas hierven en ese instante en la cabeza de esos hombres que van a quitarse la vida?


 ¿Qué afectos en esos feroces corazones?


Brown, noble teutón que combate por la república, rompe la batalla con un bote de lanza tal, que trae al suelo en lastimosa descabalgadura al jinete su contrario, un ibero desemejable que con la vista le estaba retando a la pelea.


Es fama que no se oyó sino un tiro de pistola en esta acción, donde obraron el sable y la lanza puramente.


Hasta ahora se oye ese chischás que horripila, ese gemir irritada la cuchilla afanándose más y más sobre el mísero cuerpo humano.


 Alanceáronse y matáronse muy a su sabor los dos ejércitos, hasta cuando los españoles tuvieron por más cristiano ponerse en cobro, atrás los colombianos sacándoles los bofes por el vientre en la punta de la hoja que comparece una tercia por delante.
                                    











                                                             Laurencio Silva




Sangre corrió ese día: Miller, Necochea, Lamar, Laurencio Silva mostraron puesto en su punto, bien así el denuedo como el esfuerzo del pecho americano.

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