lunes, 14 de febrero de 2011

Páez





          Páez

Este combatía por la patria, la patria era la buena causa para los llaneros: verdad que Morillo y los expedicionarios habían tenido por su parte el cuidado de ponerles manifiesta con la ingratitud y el menosprecio.
Para arrastrarlos contra sus hermanos habían además los españoles recurrido al sortilegio de la religión, y con el Cristo por delante los obligaban a empuñar la lanza fratricida.
Un terremoto, en manos de un predicador popular es arma formidable, dice Gibbon.
Sí, por lo que tiene de divina; pero contra el brazo de la libertad nada pueden los rayos de la Iglesia.
¿Y acaso la destrucción de Caracas habrá sido obra de Dios, el cual se recostaba al lado de los opresores?
 Él envía el ángel exterminador al campo de los amonitas, no combate por los tiranos.
El terremoto de Caracas fue, con todo, golpe mortal para la república, no solamente a causa de la ruina de ese hogar de fuego sagrado, sino también por los sentimientos adversos a la patria que los sacerdotes infundieron en el ánimo de los simples e ingenuos moradores de los campos.
El cielo había hecho esa grave demostración, lo cual era condenar las armas de los enemigos del rey.
¡Oh hombres!
¿Hasta cuándo confiaréis al Todopoderoso el éxito de vuestros crímenes?
El quiere la servidumbre de los pueblos; él se deleita con el retiñido de las cadenas; él goza en la tiranía de los déspotas; él pide sangre; él desea ver hambreadas, desnudos a los pobres; él impone la ignorancia; su reino, las tinieblas; él envía terremotos, langostas, pestes en favor de unos y en contra de otros. Pues si vuestro Dios hace todo esto, vuestro Dios es Molok, y no el puro y manso, el justo y misericordioso que nos envió a su hijo a redimirnos.
Una vez que los americanos dejaron de creer en las andróminas de la mala fe y en las chapucerías del fanatismo, todos abrazaron con ardor nunca sobrado la causa de la patria, y los llaneros sus más fieles y eficaces servidores.
Dios poderoso, y cuáles eran sus acciones en la guerra!
 Las Queseras del Medio están asentadas en el memorial de las venganzas que nunca han de satisfacer los españoles; esa jornada terrible donde ciento cincuenta hombres de a caballo acometen a un ejército, le acuchillan, le despedazan, le aturden, le trabucan y le ponen en retirada nada menos que vergonzosa.
 Morillo dio cuenta de este suceso al rey, y no pudo el orgullo tanto con él que no dejase entrever su admiración, si bien procurando disminuir el mérito de los americanos con ciertas infidelidades a la verdad.
Ciento cincuenta hombres le parecían de hecho número harto menguado para haber dado tanto en qué merecer a un general de su reputación con tropas tales como las suyas.
Y no fue esta la única desgracia del propio género, pues cuando la derrota no fuese declarada, no pocas veces los invictos españoles se alejaron más que de paso de esos buenos criollos, el vibrar de cuya lanza veían hasta en sueños.
Bárbaros, rústicos y desatinados; seres hiperbóreos sin conocimiento de la guerra ni valor de buena ley, en ocasiones; en otras, gigantes desemejables, jayanes desaforados que se ven la cara en el mar como Polifemo, y no hacen sino un bocado de cada uno de los hominicacos de Europa.
Pues si para con los hijos del Nuevo Mundo eran unos braguillas, ¿cómo pretendían, con el yelmo de Mambrino y el lanzón, domar y dominar a estos Pandafilandos de la fosca vista?
La gente era emitida, y en siendo ir contra los españoles, llanos las cuestas para esos recién nacidos a la libertad y viejos ya en el combatir por ella.
Su lanza y su caballo, no más el indómito llanero: pan, Dios le dé; jamás hace mochila: sueño, según que lo consiente el negocio de la guerra; el amor a la patria suple por todo.
 En cuanto al brío y el poder del brazo, no hay pecho que resista un bote de esa arma pavorosa, si viene armado a prueba de pistola; un jeme asoma por la espalda brillando entre hilos de sangre esa hoja que parece lengua de serpiente gigantesca, por lo sutil, por lo sediento.
Si los soldados eran tales, ¿cuáles debían ser los capitanes?
Páez era hombre de llamar a Júpiter a singular combate; y en llevando lo peor, hubiera espantado con sus alaridos de despecho al Orinoco, bien como Áyax hacía temblar el Escamandro con sus lamentaciones. 

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