lunes, 14 de febrero de 2011

NECOCHEA




NECOCHEA

Miller guiaba a los hijos del Perú, y nada tuvo que hacer en el ánimo de ellos para verlos impávidos en el recibir al enemigo, terribles en el acometerle.
          
  ¿Son esos los garzones delicados                       
            Entre seda y aromas arrullados?            
            ¿Los hijos del placer son esos fieros?                



Sí, que ni los halagos de la beldad de Sciros envilecen a Aquiles, ni los encantos de Armida contienen a Reinaldo: la guerra tiene también su seducción, y muchas veces sus incentivos son tales, que nada pueden suspiros ni lágrimas de hermosas contra esa cruda rival que les arrebata sus adoradas prendas.


 Los hijos del placer, los muelles habitantes del Perú desmintieron entonces, y han vuelto a desmentir en ocasión no menos grave, la sentencia del ferrarés.
            La terra molle, e lista, e dilettosa            
            Simile á se gli abitator produce...                       
Dando a entender que la vida regalada enflaquece en el pecho del hombre, no solamente el valor, pero hasta las necesarias y puras afecciones de libertad y patria.


Ello es cierto que los que viven hasta el cuello en el dulce mar de la dicha, no son los campeones más temibles en las luchas de Belona; pero hay cordiales tan poderosos, que levantan el corazón y llenan el pecho de generosidad y nobleza.


Sabido es que un conquistador se valió del lujo y los placeres para corromper y envilecer a un gran pueblo a quien temía; pero cuando la corrupción y el envilecimiento no han llegado a la médula de los huesos, siempre hay remedio.


Los peruanos tienen fama de ser gente de alegre y buen vivir, de adorar la diosa de Pafos algo más de lo que conviene a la austeridad del filósofo; pero si no se crían para santos, nos han hecho ver que no llevan la túnica de los lidios, ni los humos del placer estragan sus espíritus.


Livianos, risueños, alegres en el seno de la paz; ardorosos, esforzados, valientes en la guerra: tal vez ellos son los más cuerdos.


 Vivir pobres, abatidos, taciturnos, cultivando por la fuerza algunas virtudes, por falta de comodidad para beneficiar los vicios, y morir insignificantes, si es sabiduría es sabiduría necia e infeliz.


No creo que pueblo lo sea más que aquel donde el tiranuelo madruga todos los días a comulgar; donde los ministros de Estado, los generales del ejército se postran como viles ante un fantasma tras cuyo hábito se está riendo Satanás; donde a los habitantes les prohíben salir de noche en las ciudades; donde comisan los esbirros y destruyen los instrumentos de música,  esta amable civilizadora de los pueblos; donde el amor, siquiera inocente y justamente interesado, tiene mil espías que le entregan al verdugo; donde la verdad es imposible, porque la hipocresía es la premiada; donde el valor se extingue con los nobles sentimientos del ánimo; donde la charretera, la mitra, la toga están sujetas al azote; donde una barbarie infame, cual excremencia pútrida, ha brotado en el bello cuerpo de la civilización americana con síntomas de incurable.


¿Qué decís de un pueblo donde se arrastra por las canas a un anciano prócer de la independencia, un general envejecido en la guerra de la libertad; se le echa en el suelo y se le azota?


¿Qué decís de un pueblo donde los militar es sostienen a capa y espada al hombre que los prostituye, los envilece, los enloda azotándoles sus generales?


 ¡Y esos miserables cargan charretera!
¡Y esos cobardes ciñen espada!


Soldados sin pundonor, son bandidos que están echados al saqueo perpetuo en la nación: soldados sin valor ni vergüenza, son verdugos que gozan de buena renta, y nada más.


 El valor, el punto militar en el soldado; sin estas prendas, los que así se llaman son la canalla, son la lepra de la asociación civil.


¿Qué decís, qué decís de un pueblo donde la revolución ha venido a ser imposible, por falta de ambición en los militares?


Digo ambición, porque justicia, patriotismo, amor a la libertad son virtudes enterradas en el cieno ha muchos años.


Mas la ambición que suele animar hasta los pequeños; la ambición, vicio o virtud inherente en Sud América a la clase militar; la ambición, que así como a las veces estraga el orden justo y bien establecido, salva otras la república derribando a los tiranos; la ambición, pues ni la ambición halla cabida en el pecho de esos militares.


 ¡Militares!
 ¿Qué ambición en el del esbirro?
 ¿Qué ambición en el del verdugo?


La soga es su arma, el patíbulo el altar donde piden a su dios por sus semejantes: que comer, que beber, honra y gloria de esos héroes.


Incapacidad, no tanto; vergüenza los retrae; tienen la virtud de la vergüenza.


¡Ellos! Temen que en el palacio, si por descuido vuelven la espalda, el cuerpo diplomático les descubra tras la casaca las cicatrices, las huellas largas y coloradas  del azote.


 ¿Cómo han de ser ambiciosos? basta con que sean codiciosos: el dinero su profesión, el sueldo su honra, la servidumbre su deber.


 ¡Y cargan charretera, y ciñen espada los felones!


«Venid, general Petitt, que yo abrace en vos a todo el ejército».


Abrazando al general, abraza uno al ejército; azotando al general, azota al ejército.


¿Qué decís de soldados, de oficiales que azotan a su general de orden de un despreciable leguleyo, y se confiesan y comulgan porque éste se lo manda?


¡Y cargan charretera, y ciñen espada esos carirraídos, cuando la escoba se deshonraría en sus manos!


 Si alguno siente encendérsele el rostro a estas palabras, no de ira, no de venganza, mas antes de vergüenza, le pongo fuera de mis recriminaciones, las cuales no se dirigen a los buenos sino a los malos, no a los hombres de pundonor sino a los infames.


 Nunca es tarde para el bien, amigos, y siempre es tiempo oportuno para recomendarnos a nuestros semejantes con acciones dignas de memoria.


Ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica presta para la felicidad de las naciones; de la hipocresía, ¿qué diremos?


 ¡Qué de impiedades atrás de la falsa devoción!


 ¡Qué de mentiras en el seno de la verdad simulada!


¡Qué de pecados, qué de delitos, qué de crímenes debajo del sórdido manto de las virtudes fingidas!


 ¿Cuál es el peor enemigo de los pueblos?


El fanatismo.


¿Cuál es el peor de los tiranos?


El que vive con el demonio, y a nombre de Dios sirve a la mesa del infierno.


 ¿Cuál es la más desgraciada de las naciones?


No la que no puede, sino la que no desea libertarse.


Dije que ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica, prestaba mucho para la felicidad de la república y lo sostengo.


 No creo que pueblo haya vivido en ningún tiempo vida más triste que el de Esparta: virtud montaraz, virtud selvática.


Para dar la ley a la Grecia, los atenienses no necesitaron convertirse en osos del polo.


Si los franceses vivieran al pie del confesor, dando de comer al diablo; si anduvieran la lengua afuera de iglesia en iglesia hartándose de pan sin levadura por la mañana, y cenando en secreto con el dios Príapo; si no osaran levantar los ojos, y su paso fuera el de tristes sombras que acarrean en el pecho un  dolor incurable, el dolor de la hipocresía, que es horrible enfermedad; si los franceses fueran este pueblo, no irían con la frente radiosa, a noble paso, adelante de las naciones civilizadas, aun después de vencidos.


Luis Venillot  ayuna, se confiesa y comulga, es cierto; pero aun a él ya le hicieron entregar su delantal al papa.


Yo pienso que Loyola no es bueno para emperador, rey ni presidente: si está en el cielo, ¿a qué otra cosa aspira?
Hablando estaba yo de los peruanos: ah, sí, este pueblo se ha ennoblecido grandemente; ni teme a invasores, ni sufre tiranuelos; y aunque se va con Elena, se halla presente a la lista.


 Alcibíades adora a Marte y Citerea.


 Después de un dos de mayo, ¿quién tan injusto que los sindique de cobardes?


 Los peruanos tienen su flor en la corona de Junín; los peruanos con Miller; los argentinos con Necochea; y esta alhaja desmedida adorna las sienes de Bolívar.


 La batalla de Ayacucho puso fin a la guerra de la emancipación en Sur América: 


¡gloria a Dios ya somos libres!


Fundadas dos naciones en el Perú, tornó Bolívar a Colombia: el reinado de los favores había concluido, principió el de la ingratitud.


Cuando su espada no fue necesaria vino su poder en disminución, y tanto subieron de punto la envidia y la maldad, que apenas hubo quien no acometiese a desconocerle e insultarle.


Y cinco repúblicas estaban ahí declarando deber la existencia al hombre a quien con descaro inaudito llamaban monarquista los demagogos de mala fe, y tachaban de aspirar a la corona.


Valor, talento, brazo fuerte y alma grande, pero ambición y tiranía: ¡aquí de Bruto! ¡Aquí de Casio! Me parece estar viendo a los sacerdotes de Osiris cuando llevan al dios Apis a ahogarle con gran pompa en el Nilo, apasionados por el mismo Genio que sacrificaban.


 Si los españoles volvieran entonces y entraran por fuerza de armas la República, los ingratos compatriotas de Bolívar le llamaran, y él no los oyera; fueran a buscarle, y no le hallaran.


Los grandes dolores propenden a la tumba; los   hay tan fuera de medida, que con ser vastas las entrañas de ese refugio insondable, rebosan en ellas, y sus senos repiten sordamente los gemidos de los desgraciados grandes.


La posteridad toma a su cargo el resarcir esos quebrantos; pero lo padecido ni la gloria lo borra.


 Hombres ciegos, hombres ingratos que habéis desconocido y escarnecido a vuestro libertador, si en los confines de la eternidad encontráis la sombra del padre de la patria, allí será el bajar la vista y el caer de rodillas ante ese grande espectro.


Bárbaros hay todavía que escarizan sus llagas, horadando el sepulcro, escarbando sus entrañas: si el héroe lo sintiese, la eternidad temblaría a esos gemidos, como la mar temblaba a los ayes de Filoctetes.


Nueva ocasión, y grande, de admirar lo avieso de la naturaleza humana; siendo es que mirando cómo se extrema la ingratitud en este caso, la cólera nos gana primero que la maravilla. Semejantes a Pherón, tiran sobre los dioses, pero pierden la vista.


Su espada, la del gran hijo del Nuevo Mundo, como la maza de Hércules, da de sí un olor pungente que ahuyenta a los perros y las moscas: también este héroe ha sacrificado al dios Miagro.


 Ninguna ave siniestra se atreve a volar sobre su tumba, porque cae muerta como las que pasaban por sobre la de Aquiles.


 Calyetenes dice que el mar de Pánfila se agachó para adorar a Alejandro; Olmedo quiere que el Chimborazo haga la propia demostración con un mosquito:
         
   Rey de los Andes, la ardua frente inclina,                    
           
Que pasa el vencedor.                  


Esta cláusula tan bien rota conviniera a la grandeza de Bolívar, antes que al jefe hiperbóreo que pasaba caballero en un chivo a destruir los huevos de grulla.


 ¿Y al que saludaran humildes los montes y los mares, no hemos de venerar nosotros?


«No, porque quiso hacerse rey».


Los augures anunciaron a Genucio Cipo que si entraba en Roma sería rey.


Genucio torció el camino y se desterró de Roma para siempre. Bolívar hubiera  hecho lo propio: un libertador no desciende a la condición de simple monarca.


Este Simón de Montfort que junto con sus barones de fierro había echado los cimientos de la libertad, no podía destruirla cuando estaba fundada.


La envidia es musa aleve, inspira iniquidades; o digamos más bien, es arpía que se echa sobre la buena fama y las virtudes: la ingratitud es manceba del demonio.


Seamos como la estatua de Memnón que herida por los rayos del sol en el desierto, da de sí un suspiro melodioso, certificando de este modo los misterios de la luz: dejémonos herir por los destellos de la verdad, y oiremos en lo profundo del pecho un son vago, embelesante que nos haga sospechar la música del cielo.


 Verdad, justicia y gratitud componen un instrumento celestial, cuya armonía deleita aun a los seres inmortales.


A orillas del Atlántico, en quinta solitaria se halla tendido un hombre en lecho casi humilde: poca gente, poco ruido.


El mar da sus chasquidos estrellándose contra las peñas, o gime como sombra cuando sus ondas se apagan en la arena.


 Algunos árboles obscuros alrededor de la casa parecen los dolientes; los dolientes, pues ese hombre se muere.


¿Quién es?


 Simón Bolívar, libertador de Colombia y del Perú.


 ¿Y el libertador de tantos pueblos agoniza en ese desamparo?


¿Dónde los embajadores, dónde los comisionados que rodeen el lecho de ese varón insigne?


Ese varón insigne es proscrito a quien cualquier perdido puede quitar la vida; su patria lo ha decretado.


¡Me siento convertir en un dios! exclama Vespasiano cuando rendía el aliento: Bolívar rindió el aliento y se convirtió en un dios.


 El espíritu que se liberta de la carne y se hunde en el abismo de la inmortalidad, se convierte en dios: abismo luminoso, glorioso, infinito: allí está Bolívar.


El puñal no sube al cielo a perseguir a nadie.


Murió Bolívar casi en la necesidad, rasgo indispensable a su grandeza.


Manio Curio, Fabricio, Emilio Paulo murieron indigentes: Régulo, si no araba con su mano su pegujalito, no podía mantener a su familia; y Mumio nada tomó para sí de los tesoros inagotables de Corinto.


Arístides, el más justo; Epaminondas, el mayor de los griegos, no dejaron con qué se los enterrase, y  habían vencido reyes en pro de la libertad.


Las riquezas son como un desdoro en los hombres que nacen para lo alto, viven para lo bueno, y mueren dejando el mundo lleno de su gloria.


 La codicia no es achaque de hombres grandes, puesto que la ambición no deja de inquietarlos con sus ennoblecedoras comezones: enfermedad agradable por lo que tiene de voluptuoso; temible, si no la suaviza la cordura.


Si Bolívar hubiera sido naturalmente ambicioso, su juicio recto, su pulso admirable, su magnanimidad incorrupta le hubieran hecho volver el pensamiento a cosas de más tomo que una ruin corona, la cual, con ser ruin, le habría despedazado la cabeza.


Rey es cualquier hijo de la fortuna; conquistador es cualquier fuerte; libertadores son los enviados de la Providencia.


 Tanto vale un hombre superior y bienintencionado, que no conocerle es desgracia; combatirle conociéndole, malicia imperdonable.


Los enemigos de Bolívar desaparecen de día en día sin dejar herederos de sus odios: dentro de mil años su figura será mayor y más resplandeciente que la de Julio César, héroe casi fabuloso, abultado con la fama, ungido por los siglos.

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