Bermúdez, atrevido, turbulento, sedicioso; en la batalla, Rodrigo Díaz de Vivar
Mariño
Mariño, amigo del mando a todo trance, pero valiente y esforzado: su orgullo tan superior, que quería prevalecer sobre Bolívar.
Ribas, un león.
Valdés, gran general.
Piar
Piar, sin la insolencia, lo mejor del ejército.
Cedeño
Cedeño, el valor casado con la subordinación.
Urdaneta, ah, Urdaneta, el más fiel, constante y poderoso amigo de la república y su caudillo.
Bolívar en fin, Simón Bolívar, el protagonista de la Ilíada semibárbara que está esperando el ciego que la ponga en páginas olímpicas.
En los mayores acontecimientos obró siempre de pensado el capitán; mas si el trance lo pedía, improvisaba la victoria.
De una parte ciencia de la guerra, disciplina, gente ensoberbecida con los laureles traídos de Europa; de otra más inspiración que arte, obediencia a duras penas, escasez de municiones; pero amor a la libertad, no gran apego a la vida y brazo fuerte: el corazón, capaz del cielo y del infierno.
Gente de sangre en el ojo que tenía en poco la vida, la honra en mucho. El recibir en el pecho las heridas era cosa suya; ninguno murió de espaldas, sino fue en la derrota; y es preciso confesar que los españoles nos las dieron muchas y muy grandes.
¿Qué maravilla?
Los vencedores de Napoleón eran hombres de entrar por fuerza de armas el Olimpo y tomarse cuerpo a cuerpo con los dioses.
Y no se achaque al artificio, si milicia tan provecta acabó por sucumbir y despejar la tierra: entre los oficiales españoles pocos vinieron que se dejasen llevar al pilón; vencidos, destruidos, pero a furor de espada.
Ni era Bolívar de los que encomiendan a la astucia el éxito de sus cosas, siendo por el contrario uno que no gustaba, nuevo Alejandro, de ocultar la victoria en las entrañas de la noche.
Gran hombre de a caballo don Simón, pues verle en su Frontino, un Rugero.
A pie y en el consejo:
Augusto in volto e in sermon sonoro, como Godofredo de Bullón.
Es realmente majestuoso cuando adelanta al encuentro del general español a resolver con él en Santa Ana las cosas de la paz o de la guerra.
Escipión no es más interesante cuando acude a su avistamiento con Masinisa, según nos le describe Tito Livio, elevado, erguido, blanco, flotando sobre los hombros la rubia cabellera.
Bolívar no era blanco, mas aun de tez curtida al sol del ecuador, moreno aristocrático, algo como la resultante del mármol y el bronce que figuraban los bustos de los emperadores romanos; rostro bajo cuya epidermis corría ardiente el caudal de su noble sangre.
Tampoco era rubio como Escipión, sino de pelo negro y ensortijado, semejante al de lord Byron, pelo rico y floreciente, que en graciosos anillos de ébano se cuelga hacia las sienes del poeta, más que el guerrero tiene cuidado de atusar, como quien sabe que nada de femenil conviene al heroísmo.
Los poetas pudieron llevar hasta airón en la cabeza y ajorcas al tobillo, sin que estos preciosos arrequives desdijeran de sus ocupaciones: Las Musas traen corona de rosas, y Apolo, si bien flechero, no desdeña los adornos de la hermosura.
Al hijo de la guerra le conviene rígido continente, varonil, temible, con cierta insolencia elevada que de ninguna manera pase a brutalidad, pues el crudo afán de las armas es muy avenidero con los primores de la cultura.
Palas no es cerril, es austera: su belleza marcial impone respeto, y no excluye el amor.
Quisiera yo saber cómo se hubiera presentado Bolívar a Napoleón: estas dos águilas se habrían arrancado mutuamente el alma de una mirada, como el héroe del poema que con los ojos escudriña el centro de la naturaleza.
¿Desdeñaría Napoleón a Bolívar, si viviesen aún?
No lo creo. ¿Se inclinaría Bolívar hasta el suelo, puesta la mano en el pecho? Imposible.
Si estos hombres se echan los brazos al cuello, esas dos almas refundidas en una hacen rebosar el universo.
¿En dónde está Bolívar?
Él es, allí le veo que corona la cima de ese monte.
Una legión de sombras viene tras él: desmazalados, tristes, hambre en el cuerpo, abatimiento en el espíritu, dan sus pasos cual si adelantaran a la sepultura.
El vestido se les quedó en las breñas por las cuales han roto como fieras; el vigor se les acabó con las provisiones; la alegría, desvanecida en el desierto; la esperanza, muerta con la escasez de espíritus vitales.
¿Quiénes son? Los héroes de Colombia.
¿Adónde van?
A libertar un pueblo, a echar de una comarca esclavizada las huestes de Morillo.
Y esos espectros sin paños en los miembros, sin fuerza en el brazo, vencerán, libertarán ese pueblo y limpiarán esa comarca de los enemigos que la infestan, porque a la vista de ellos el pecho se les prende en el furor guerrero, y la abundancia les vuelve redobladas las fuerzas.
Bolívar ha levantado la bandera tricolor de los llanos a los montes, y traspuestos los Andes, rompe por la Nueva Granada. Barreiro le sale al encuentro.
A la llegada de Morillo quedaron guadañados esos pueblos, habiendo caído la flor, no tanto bajo la espada del soldado cuanto bajo la cuchilla del verdugo.
Los españoles, con ser valientes y de buena raza, lo estragan todo con la crueldad: las bóvedas, los templos de sus misterios, el cadalso, el altar donde cantan esos Te Deum impíos con que lastiman los derechos de la impotencia y la desgracia.
Morillo, entrada Santafé, dio la tala a las familias: no hubo hombre notable por el ingenio, el patriotismo y las virtudes que no cayese debajo de la jurisdicción del ejecutor, ese inmundo sacerdote de la tiranía.
Las crueldades de la guerra, las acciones desaforadas que después de la victoria llevan adelante los enemigos poco generosos, cuando les hierve la cólera en el seno y les arde la venganza en las entrañas, se pueden sufrir, no perdonar; y aun perdonar, si se contempla en la condición del hombre, ente mezquino, sujeto a mil flaquezas y desvíos.
Pero entrar a pie llano provincias sin género de resistencia; llegar a ciudades que por lo inermes no parecen enemigas, e imponerles la ley de sangre y fuego, no lo hacen sino esos hombres de alma cruda que ni aspirare a la gloria, ni exponen su existencia miserable al peligro de la guerra.
Boves mil veces antes que Enrile; Boves mil veces antes que este consejero de Satanás, siniestro proveedor del patíbulo, cuyo altar no debía verse ni una hora falto de una víctima ilustre.
Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Pero Bolívar castiga a lo grande: el castigo impuesto por Bolívar es la victoria, y tras ella el perdón del enemigo.
Los españoles hacían pocos prisioneros, aun regularizada la guerra: no pudiendo haber algunos a las manos, allí al punto los mataban.
Bolívar nunca traspasó sus leyes tiznándose la frente con un asesinato, y si mandó matar fue imperando la guerra a muerte y obligado por la necesidad.
Bolívar castiga a lo grande: Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Un hombre de alto puesto, pero que no era Bolívar, quiso desfacer los agravios de Morillo y Enrile con la ejecución de los prisioneros de Boyacá, y no consiguió sino empañar la victoria, la cual, sin excusado rigor, hubiera sido tan limpia como fue grande y hermosa; desbarro tanto más deplorable cuanto que no era justo quitar la vida a los que la gozaban otorgada por el vencedor, ni presta algo para la gloria el degüello de gente prisionera.
Andar, era hombre y sujeto a las pasiones.
Las represalias son ley de la guerra, empero la victoria resplandece circundada de luz divina, cuando a lo justo de la causa se une lo humano del comportamiento.
Sucre lo entendía muy bien cuando enviaba a España sanos y salvos los diez y seis generales prisioneros en Ayacucho.
Generosidad es prenda del valor: sin ella no hay grandes hombres.
Cuando lo pide la salud de la patria, ya podemos pasar por las armas ochocientos, y hasta ocho mil españoles.
¿Hizo mal Bolívar en ordenar la ejecución de los prisioneros de la Guaira?
No hubiera sido el guerrero filósofo, el capitán a cuyo cargo estaban cosas tan grandes como la libertad y la independencia, si por respetar a todo trance la vida de unos cuantos enemigos hubiera puesto, no digamos al tablero, pero a la ruina cierta el asunto de la patria, y en manos del verdugo, otra vez el verdugo, siempre el verdugo, la gente granada de mil pueblos y ciudades.
¿Cuántos prisioneros hizo pasar por las armas Bonaparte en su expedición a Egipto, porque no podía custodiarlos, ni otorgarles la libertad sin peligro de su ejército?
Acciones crueles, pero inevitables, que no deslustran a los héroes.
Las matanzas sin necesidad, los saqueos, los ultrajes al sexo desvalido son crímenes que vienen envueltos en infamia.
Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Joven inexperto,
¿Sabes quién es el enemigo al cual osas afrontar en el campo de batalla?
Te hierve la sangre en las venas, pero tu corazón presiente una desgracia; ni es otra cosa esa melancolía fatídica que rompe por medio de la animación facticia de tu rostro y da en qué pensar a tus camaradas.
Tu madre Iberia sabrá que uno de sus hijos ha combatido por ella en uno de los más célebres campos del Nuevo Mundo, pero no volverá a verte: tus laureles se te marchitaron en las sienes, la espada se te cayó de la mano, porque encontrarse el enemigo con Bolívar es perderse.
¿No sabes cuántas batallas ha ganado, y cuántos generales antiguos ha vencido, y cuántas proezas se hallan ya inscritas en los anales de la patria?
El grande, provecto, temible es el que te busca, que te sigue; ponte en cobro, salva tus huestes con la fuga.
Tú sabes que salvarse con la fuga es arruinarse; la infamia es siempre una derrota, al paso que la muerte en brazos de la honra es siempre un triunfo.
Aun para la retirada es tarde, las vueltas están cogidas, la espada de América relumbra sobre tu cabeza.
¿Para cuándo el denuedo de tu pecho castellano?
En la batalla está tu ruina, pero evitarla es imposible.
¿Quién es el héroe que se dispara de la altura abajo y se viene
fulgurando como el rayo ?
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