lunes, 14 de febrero de 2011

BOLÍVAR Y NAPOLEON








LIBERTADOR

CONQUISTADOR




Estos dos hombres son, sin duda, los más notables de nuestros tiempos en lo que mira a la guerra y la política, unos en el genio, diferentes en los fines, cuyo paralelo no podemos hacer sino por disparidad.


Napoleón salió del seno de la tempestad, se apoderó de ella, y revistiéndose de su fuerza le dio tal sacudida al mundo, que hasta ahora lo tiene estremecido.


Dios hecho hombre, fue omnipotente; pero como su encargo no era la redención sino la servidumbre, Napoleón fue el dios de los abismos que corrió la tierra deslumbrando con sus siniestros resplandores.


Satanás, echado al mar por el Todopoderoso, nadó cuarenta días en medio de las tinieblas en que gemía el universo, y al cabo de ellos ganó el monte Cabet, y en voz terrible se puso a desafiar a los   ángeles.


Esta es la figura de Napoleón: va rompiendo por las olas del mundo, y al fin sale, y en una alta cumbre desafía a las potestades del cielo y de la tierra.


Emperador, rey de reyes, dueño de pueblos, ¿qué es, quién es ese ser maravilloso? Si el género humano hubiera mostrado menos cuanto puede acercarse a los entes superiores, por la inteligencia con Platón, por el conocimiento de lo desconocido con Newton, por la inocencia con San Bruno, por la caridad con San Carlos Borromeo, podríamos decir que nacen de tiempo en tiempo hombres imperfectos por exceso, que por sus facultades atropellan el círculo donde giran sus semejantes.


En Napoleón hay algo más que en los otros, algo más que en todos: un sentido, una rueda en la máquina del entendimiento, una fibra en el corazón, un espacio en el seno, ¿qué de más hay en esta naturaleza rara y admirable? «Mortal, demonio o ángel», se le mira con uno como terror supersticioso, terror dulcificado por una admiración gratísima, tomada el alma de ese afectó inexplicable que causa lo extraordinario.


Comparece en medio de un trastorno cual nunca se ha visto otro; le echa mano a la revolución, la ahoga a sus pies; se tira sobre el carro de la guerra, y vuela por el mundo, desde los Apeninos hasta las columnas de Hércules, desde las pirámides de Egipto hasta los hielos de Moscovia.


 Los reyes dan diente con diente, pálidos, medio muertos; los tronos crujen y se desbaratan; las naciones alzan el rostro, miran espantadas al gigante y doblan la rodilla.
 ¿Quiénes?

¿De dónde viene?


Artista prodigioso, ha refundido cien coronas en una sola, y se echa a las sienes esta descomunal presea; y no muestra flaquear su cuello, y pisa firme, y alarga el paso, y poniendo el un pie en un reino, el otro en otro reino, pasa sobre el mundo, dejándolos marcados con su planta como a otros tantos esclavos.


 ¿Qué parangón entre el esclavizador y el libertador?


El fuego de la inteligencia ardía en la cabeza de uno y otro, activo, puro, vasto, atizándolo a la continua esa vestal invisible que la Providencia destina a ese hogar sagrado: el corazón era en uno y otro de temple antiguo, bueno para el pecho de Pompeyo: en el brazo de cada cual de ellos no hubiera tenido que extrañar la espada del rey de Argos, ese que relampaguea como un Genio sobre las murallas de Erix: uno y otro formado de una masa especial, más sutil, jugosa, preciosa que la del globo de los mortales:


 ¿En qué se diferencian?


En que el uno se dedicó a destruir naciones, el otro a formarlas; el uno a cautivar pueblos, el otro a libertarlos: son los dos polos de la esfera política y moral, conjuntos en el heroísmo.


 Napoleón es cometa que infesta la bóveda celeste y pasa aterrando al universo: vese humear todavía el horizonte por donde se hundió la divinidad tenebrosa que iba envuelta en su encendida cabellera.


 Bolívar es astro bienhechor que destruye con su fuego a los tiranos, e infunde vida a los pueblos, muertos en la servidumbre: el yugo es tumba; los esclavos son difuntos puestos al remo del trabajo, sin más sensación que la del miedo, ni más facultad que la obediencia.


Napoleón surge del hervidero espantoso que se estaba tragando a los monarcas, los grandes, las clases opresoras; acaba con los efectos y las causas, lo allana todo para sí, y se declara él mismo opresor de opresores y oprimidos.


Bolívar, otro que tal, nace del seno de una revolución cuyo objeto era dar al través con los tiranos y proclamar los derechos del hombre en un vasto continente; vencen entrambos: el uno continúa el régimen antiguo, el otro vuelve realidades sus grandes y justas intenciones.


Estos hombres tan semejantes en la organización y el temperamento, difieren en los fines, siendo una misma la ocupación de toda su vida: la guerra.
 En la muerte vienen también a parecerse: Napoleón encadenado en medio de los mares; Bolívar a orillas del mar, proscrito y solitario.
 ¿Qué conexiones misteriosas reinan entre este elemento sublime y los varones grandes?


 Parece que en sus vastas entrañas buscan el sepulcro, a él se acercan, en sus orillas mueren: la tumba de Aquiles se hallaba en la isla de Ponto.


 Sea de esto lo que fuere, la obra de Napoleón está destruida; la de Bolívar prospera.


 Si el que hace cosas grandes y buenas es superior al que hace cosas grandes y malas, Bolívar es superior a Napoleón; si el que corona empresas grandes y perpetuas es superior al que corona empresas grandes, pero efímeras, Bolívar es superior a Napoleón.


 Mas como no sean las virtudes y sus fines los que causan maravilla primero que el crimen y sus obras, no seré yo el incauto que venga a llamar ahora hombre más grande al americano que al europeo: una inmensa carcajada me abrumaría, la carcajada de Rabelais que se ríe por boca de Gargantúa, la risa del desdén y la fisga.


Sea porque el nombre de Bonaparte lleva consigo cierto misterio que cautiva la imaginación; sea porque el escenario en que representaba ese trágico portentoso era más vasto y esplendente, y su concurso aplaudía con más estrépito; sea, en fin, porque prevaleciese por la inteligencia y las pasiones girasen más a lo grande en ese vasto pecho, la verdad es que Napoleón se muestra a los ojos del mundo con estatura superior y más airoso continente que Bolívar.


Los siglos pueden reducir a un nivel a estos dos hijos de la tierra, que en una como demencia acometieron a poner monte sobre monte para escalar el Olimpo.
El uno, el más audaz, fue herido por los dioses, y rodó al abismo de los mares; el otro, el más feliz, coronó su obra, y habiéndolas vencido se alió con ellos y fundó la libertad del Nuevo Mundo.


En diez siglos Bolívar crecerá lo necesario para ponerse hombro a hombro con el espectro que arrancando de la tierra hiere con la cabeza la bóveda celeste.


¿Cómo sucede que Napoleón sea conocido por cuantos son los pueblos, y su nombre resuene lo mismo en las naciones civilizadas de Europa y América, que en los desiertos del Asia, cuando la fama de Bolívar apenas está llegando sobre ala débil a las márgenes del viejo mundo?


Indignación y pesadumbre causa ver cómo en las naciones más ilustradas y que se precian de saberlo todo, el libertador de la América del Sur no es conocido sino por los hombres que nada ignoran, donde la mayor parte de los europeos oye con extrañeza pronunciar el nombre de Bolívar.


Esta injusticia, esta desgracia provienen de que con el poder de España cayó su lengua en Europa, y nadie la lee ni cautiva sino son los sabios y los literatos políglotas.


 La lengua de Castilla, esa en que Carlos Quinto daba sus órdenes al mundo; la lengua de Castilla, esa que traducían Corneille y Moliere; la lengua de Castilla, esa en que Cervantes ha escrito para todos los pueblos de la tierra, es en el día asunto de pura curiosidad para los anticuarios: se descifra, bien como una medalla romana encontrada entre los escombros de una ciudad en ruina.


¿Cuándo volverá el reinado de la reina de las lenguas?


Cuando España vuelva a ser la señora del mundo; cuando de otra obscura Alcalá de Henares salga otro Miguel de Cervantes: cosas difíciles, por no decir del todo inverosímiles.


Lamartine, que no sabía el español ni el portugués, no vacila en dar la preferencia al habla de Camoens, llevado más del prestigio del poeta lusitano que de la ley de la justicia.


La lengua en que debemos hablar con Dios, ¿a cuál sería inferior? Pero no entienden el castellano en Europa, cuando no hay galopín que no lea el francés, ni buhonero que no profese la lengua de los pájaros.


Las lenguas de los pueblos suben o bajan con sus armas: si el imperio alemán se consolida y extiende sus raíces allende los mares, la francesa quedará velada y llorará como la estatua de Niobe.


No es maravilla que el renombre de un héroe sudamericano halle tanta resistencia para romper por medio del ruido europeo.


Otra razón para esta obscuridad, y no menor, es que nuestros pueblos en la infancia no han dado todavía de sí los grandes ingenios, los consumados escritores que con su pluma de águila cortada en largo tajo rasguean las proezas de los héroes y ensalzan sus virtudes, elevándolos con su soplo divino hasta las regiones inmortales.


 Napoleón no sería tan grande, si Chateaubriand no hubiera tomado sobre sí el alzarle hasta el Olimpo con sus injurias altamente poéticas y resonantes; si de Staël no hubiera hecho gemir al mundo con sus quejas, llorando la servidumbre de su patria y su propio destierro; si Manzoni no le hubiera erigido un trono con su oda maravillosa; si Byron no le hubiera hecho andar tras Julio César como gigante ciego que va tambaleando tras un dios; si Víctor Hugo no le hubiera ungido con el aceite encantado que este mágico celestial extrae por ensalmo  del haya y del roble, del mirto y del laurel al propio tiempo; si Lamartine no hubiera convertido en rugido de león y en gritos de águila su tierno arrullo de paloma, cuando hablaba de su terrible compatriota; si tantos historiadores, oradores y poetas no hubieran hecho suyo el volver Júpiter tonante a su gran tirano, ese Satanás divino que los obliga a la temerosa adoración con que le honran y engrandecen.


No se descuidan, desde luego, los hispanoamericanos de las cosas de su patria, ni sus varones ínclitos han caído en el olvido por falta de memoria.


Restrepo y Larrazábal han tomado a pechos el transmitir a la posteridad las obras de Bolívar y más próceres de la emancipación; y un escritor eminente, benemérito de la lengua hispana, Baralt, imprime las hazañas de esos héroes en cláusulas rotas a la grandiosa manera de Cornelio Tácito, donde la numerosidad y armonía del lenguaje dan fuerza a la expresión de sus nobles pensamientos y los acendrados sentimientos de su ánimo.


Restrepo y Larrazábal, autores de nota en los cuales sobresalen el mérito de la diligencia y el amor con que han recogido los recuerdos que deben ser para nosotros un caudal sagrado; Baralt, pintor egregio, maestro de la lengua, ha sido más conciso, y tan solo a brochazos a bulto nos ha hecho su gran cuadro.


Yo quisiera uno que en lugar de decirnos: «El 1. º de junio se aproximó Bolívar a Carúpano», le tomase en lo alto del espacio, in pride of place, como hubiera dicho Childe Hardold, y nos le mostrase allí contoneándose en su vuelo sublime.


Pero la musa de Chateaubriand anda dando su vuelta por el mundo de los dioses, y no hay todavía indicios de que venga a glorificar nuestra pobre morada.

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