«Como los achaques de que adolezco no me permiten soportar por más tiempo el grave peso del Gobierno de mis reinos, y me sea preciso para reparar mi salud gozar en un clima más templado de la tranquilidad de la vida privada, he determinado después de la más seria deliberación, abdicar mi corona en mi heredero y muy caro hijo el Príncipe de Asturias. Por tanto, es mi real voluntad que sea reconocido y obedecido como Rey y señor natural de todos mis reinos y dominios. Y para que este mi real decreto de libre y espontánea abdicación tenga su exacto y debido cumplimiento, lo comunicaréis al Consejo y demás a quien corresponda.- Dado en Aranjuez, a 19 de Marzo de 1808.
Yo el Rey. A don Pedro Cevallos».
A los dos o tres días de la abdicación, principió una correspondencia de la reina Luisa y del mismo Carlos IV con Murat solicitando su protección, pidiendo la libertad de Godoy, y exponiéndole que todo su anhelo era poder retirarse a vivir donde conviniera a su salud en unión del «pobre Príncipe de la Paz» su desgraciado amigo. La Reina decía que de su hijo no podían esperar más que miserias y persecuciones: anunció también a Murat la protesta que el Rey tenía hecha y quería poner en sus manos. En sus cartas la Reina se expresaba con un calor frenético al hacer acusaciones contra Fernando y pintar su carácter siniestro y cruel: parecía olvidada de los sentimientos de madre, de la dignidad de una Reina y del decoro de una señora. Afirmaba que Fernando había sido el jefe de la conjuración, habiendo ganado las tropas y dado la señal que sirvió para que estallase: que conspiró para destronar a su padre, que su vida y la del Rey estuvieron en inminente riesgo como aún lo estaba la de Godoy a cuyo lado quería acabar el resto de sus días. Que Fernando tenía muy mal corazón, que nunca amó a sus padres, y que estaba rodeado de consejeros pérfidos y sanguinarios. Estas cartas y las de la Reina de Etruria las autorizaba Carlos IV escribiendo en igual sentido a Murat, o sólo firmándolas cuando su mal estado de salud no le permitía hacer más. Tales comunicaciones se daban a luz en París sin miramiento alguno: Godoy llama en sus memorias publicación inicua la que hacía de ellas el «Monitor». Carlos se dirigió también al Emperador y le acompañó la protesta que había suscripto.
Vuestra Majestad sabrá sin duda con pena los sucesos de Aranjuez y sus resultas: y no verá con indiferencia a un Rey que forzado a renunciar la corona, acude a ponerse en los brazos de un grande monarca aliado suyo, subordinándose totalmente a la disposición del único que puede darle su felicidad, la de toda su familia, y la de sus fieles vasallos.
»Yo no he renunciado en favor de mi hijo sino por la fuerza de las circunstancias, cuando el estruendo de las armas y los clamores de una guardia sublevada, me hacían conocer bastante la necesidad de escoger la vida o la muerte, pues esta última hubiera sido seguida de la de la Reina.
»Yo fui forzado a renunciar; pero asegurado ahora con plena confianza en la magnanimidad y el genio del grande hombre que siempre ha mostrado ser amigo mío, he tomado la resolución de conformarme con todo lo que este mismo grande hombre quiera disponer de nosotros, y de mi suerte, la de la reina y la del Príncipe de la Paz.
»Dirijo a Vuestra Majestad Ilustrísima y Real una protesta contra los sucesos de Aranjuez y contra mi abdicación. Me entrego, y enteramente confío en el corazón y amistad de Vuestra Majestad, con lo cual ruego a Dios que os conserve en su santa y digna guarda.
Carlos.-
Aranjuez 23 de Marzo de 1808».
«Protesta.- Protesto y declaro que mi decreto de 19 de Marzo, en el que he abdicado la corona en favor de mi hijo, es un acto a que me he visto obligado para evitar mayores infortunios, y la efusión de sangre de mis amados vasallos, y por consiguiente debe ser considerado como nulo.-
Carlos».
Evidente es que la abdicación del Rey fue efecto del temor que se apoderó de él; y de esta ligereza en medio de la confusión y peligros de los tumultos de Aranjuez, es indudable que él lo mismo que la Reina se arrepintieron bien pronto, dando de ello constantes testimonios dentro y fuera de España.
«Mi venerado padre y Señor: para dar a Vuestra Majestad una prueba de mi amor, de mi obediencia y de mi sumisión, y para acceder a los deseos que Vuestra Majestad me ha manifestado reiteradas veces, renuncio mi corona en favor de Vuestra Majestad; deseando que Vuestra Majestad pueda gozarla por muchos años. Recomiendo a Vuestra Majestad las personas que me han servido desde el 19 de Marzo: confío en las seguridades que Vuestra Majestad me ha dado sobre este particular. Dios guarde a Vuestra Majestad felices y dilatados años.- Señor.- A los reales pies de Vuestra Majestad.-
Su más humilde hijo.-
Fernando.-
Bayona 6 de Mayo 1808».
Volviendo a lo principal, la corona de España fue cedida por Carlos IV con sus dominios de América al emperador Napoleón, por el tratado de Bayona que ya hemos mencionado, en fecha 6 de Mayo.
Concediose a Carlos, su familia y Godoy, que gozaran en Francia un rango equivalente al que tenían en España: al Rey se le dio el palacio de Compiegne con sus cotos, bosques y dependencias para mientras viviese; la renta de 30 millones de reales, el sitio de Chambord, con las haciendas que lo componían, en toda propiedad para que pudiera disponer de él.
A cada Infante una renta de 400 mil francos que gozarían perpetuamente lo mismo que sus descendientes, y el producto de las encomiendas que tuviese en España.
A la muerte del Rey, la reina Luisa disfrutaría dos millones por viudedad: Carlos renunció en favor de Napoleón todos sus bienes alodiales y particulares no pertenecientes a la corona de España.
De esta manera un Rey débil, apesadumbrado, en país extraño, y oprimido por el dominador de la Europa, hizo donación del cetro que su hijo le había arrebatado, estando su reino ocupado por un ejército extranjero y sin que se le reconociesen ya derechos: cesión en que no trajo a cuenta los que tenían sus descendientes, ni el consentimiento de la nación según sus leyes y costumbres, ni razón alguna que le diera fuerza y validez ante el derecho público.
Acabó así el reinado de un monarca que si merecía las notas de débil e indolente, fue benigno y honrado; sin que en su época se desmembrasen sus dominios ni el fanatismo inmolase víctimas.
En cuanto a Fernando, su flaqueza, cuando menos, fue igual a la de su padre, pues renunció también sus derechos como Príncipe de Asturias en un tratado que se hizo por Duroc y Escoiquiz en 10 de Mayo.
Consta en el que se adhirió a la cesión hecha por Carlos en favor de Napoleón: que éste le concedió en Francia el título de Alteza Real y los honores de los príncipes de su rango.
Diole en propiedad los palacios y haciendas de Navarre para él y sus herederos, 400 mil francos sobre el tesoro de Francia con igual sucesión, y 600 mil más durante sus días, de cuya renta la mitad formaría la viudedad de su esposa.
A los infantes don Carlos, don Francisco y don Antonio, el mismo título de Alteza Real y 400 mil francos para cada uno de ellos y sus herederos siempre que se adhiriesen a lo pactado como desde luego lo hicieron.
Vivieron él, su esposa y Godoy en Compiegne y después en Marsella trasladándose más tarde a Roma, donde falleció María Luisa el 2 de Enero de 1819 a los 63 años de edad.
Carlos no la sobrevivió más que un corto espacio de días, pues murió en Nápoles el 19 del mismo mes. Sus cadáveres fueron trasladados a España sepultándoseles en el panteón del Escorial a fines del citado año.
Godoy acompañó a sus Reyes hasta los últimos instantes de su vida, y cuando por no pagárseles la pensión que les fue señalada pasaban necesidades apremiantes, él tuvo ocasiones de auxiliarlos con los restos de sus recursos.
Sin embargo de los defectos que menguaron la dignidad de María Luisa, ella poseyó cualidades de reina, alivió siempre a los desgraciados y fue muy generosa en sus servidores. “
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